Existencialismo de marca blanca

Existen muchas actitudes y respuestas ante la muerte. La religión, la medicina y las compañías funerarias son sólo algunas de las más comunes. Pero, a menudo, la forma en la que la vida termina sirve más bien para demostrar, una vez más, el enorme absurdo que rige nuestros destinos. Todos los días, en tandas de centenares por hora, muere gente. Y algunas veces, su deceso se convierte en una broma macabra. No lo digo por decir.


Empecemos con las muertes con moraleja. Como la de Lee Seung-seop, un joven surcoreano adicto al World of Warcraft que, seis semanas después de ser despedido a causa de su nivel de vicio, murió tras jugar cerca de cincuenta horas consecutivas. Otro mártir del frikismo fue elevado a los altares hace pocos días. Christopher Kayser, un aficionado a los sucesos paranormales de Carolina del Norte, fue arrollado por un tren mientras esperaba la aparición de una locomotora fantasma. Torres más altas, como el filósofo, político y científico Francis Bacon, también cayeron por su excesiva pasión por lo suyo. En 1625, adelantándose varios siglos al sistema de conservación de alimentos en frío, se congeló en el jardín de su casa intentando comprobar si la nieve podía conservar la carne mejor que la sal. Otras tienen un regusto a refranero o incluso a parábola bíblica, como la de Tennessee Williams, ahogado con un tapón de un frasco de pastillas, o la del humorista francés Carette, abrasado en su sillón por una colilla tras quedar parapléjico y negarse a dejar de fumar. Pantagruélico fue el final del rey Adolfo Federico de Suecia, conocido como uno de los monarcas más volubles de la historia, que pasó a peor vida a los 61 años tras comer hasta morir. En su último menú, el que causó su fallecimiento por colapso digestivo, hubo lugar para más de veinte platos. Y no murió hasta después de repetir catorce veces postre. 


Algunas veces, parece producto de la propia vanidad humana, como en uno de los primeros hombres récord de la historia, el germano Hans Steininger, dueño de la barba más larga del siglo XVI, según sus conciudadanos, que se partió el cuello tras pisársela huyendo de un incendio. En el caso de George Allen, entrenador de fútbol americano, le asesinaron sus propias victorias. Un mes después de que sus jugadores le bañaran en Gatorade tras ganar una competición, le venció la neumonía. El bateador estrella de los Cleveland Indians en los años viente, Ray Chapman, fue, por su parte, una víctima del juego sucio. El lanzador de los New York Yankees, Carl Mays, embarró la bola para evitar que la batease y Chapman no la vio venir antes de que le fractrase el cráneo. En otros casos, como en el fundador de la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton, una enorme red de confidentes y estupas que más tarde daría lugar al espionaje moderno, la ironía es más sarcástica que didáctica. Alan Pinkerton falleció de una infección tras morderse la lengua.


Hay también muertes lisa y llanamente de risa. Como la de Alex Mitchell, un británico de cincuenta años, que suscumbió a cerca de media hora de carcajadas sin poder recobrar la proberbial flema anglosajona. En el caso del tailandés Danmoen Saenunnum, la falta de aire o un ataque al corazón se lo llevaron al otro barrio desternillándose de la risa mientras dormía. En el caso de Dick Shawn, la broma parece morbosamente apropiada. Durante una actuación, a finales de los ochenta, se tumbó en el suelo boca abajo mofándose de los políticos que se duermen en el cargo. Tardaron varios minutos en darse cuenta de que nunca volvería a levantarse. La palma del humor clásico se la lleva el escapista Bobby Leach, que tras ganarse la vida lanzándose dentro de un barril a las cataratas del Niagara y realizando otras proezas en las que se jugaba literalmente el cuello, falleció tras tropezar con una cáscara de fruta en la calle. Peor todavía para el navegante galo Dumont-d'Urville, descubridor de la Venus de Milo, viajero incansable y primer expedicionario a la Antártida, y que encontró un paradójico final en un accidente ferroviario a las afueras de su París natal.


Pero mis dos favoritas vienen de Francia. La muerte del sastre Franz Reichelt habla muy claro de la tencidad y la estupidez del ser humano. Reichelt, precursor del paracaídas, inventó un traje alado para planear basado en las formas de los murciélagos y pidió a las autoridades parisinas permiso para probarlo precipitándose desde la Torre Eiffel. Tras llamar a todas las puertas, solicitar múltiples favores y convencer a ingenieros, políticos y viandantes, obtuvo el permiso oficial para lanzarse hacia la muerte una mañana de febrero de 1912. Mucho más agradable fue el fin de los días del séptimo presidente de la III República Francesa, François Félix Faure, que abandonó su cargo tras fallecer mientras le hacían una felación. Faure, por lo menos, le encontró la gracia al chiste. La vida es un absurdo, dijo Albert Camus, poco antes de matarse en un estúpido accidente de coche.



1 divagando:

Anónimo disse...

El ser humano tropieza una y otra vez con su propia estupidez. Buen artículo.

Natrosal

top