Reencuentros en mi cocina


De un tiempo a esta parte, vivimos una época severa, de ceño fruncido y músculos en tensión. Te agarra por el cuello y te obliga a mirar sólo por tu subsistencia, olvidando cualquier aspiración creativa. Conseguir o conservar un trabajo, mantenerse al tanto del mundo y de los tuyos, defender una postura, hacer frente a facturas y demás atracos y sacar diez minutos para dejar la mente en blanco. Así se van los días sin apenas darnos cuenta. Demasiado preocupados por tener en este tiempo de escasez, que no dudamos en sacrificar placeres por meras promesas de futuro. Por eso, de vez en cuando, uno tiene que clavar los dos pies en el suelo y poner todo su empeño en frenar el ritmo vertiginoso que te aleja de ti. Todo va tan rápido que, a veces, podemos desconocernos a nosotros mismos. Me ha pasado hace cinco minutos. Redescubirir un sonido, un espacio, una cualidad. Yo soy capaz de hacer eso, no voy a decir el qué porque cada cual tiene lo suyo. Mientras allá afuera encienden presidentes como si fuesen cerillas esperando que se haga de día, aquí dentro hay que sacar partido a lo mucho que podemos hacer para no hundirnos en el barrizal. Avisados quedan. No, señores, yo no estoy en crisis. Si lo estuviera, jamás habría llegado hasta aquí por mi cuenta y riesgo.

La tiranía de los burócratas

En estos tiempos oscuros en los que vivimos, vemos cumplirse los malos presagios día tras día. Cuánta más gente sale a la calle a defender los valores democráticos y a protestar contra el desmantelamiento del estado social, más se empeñan los gobiernos en mutilar la democracia. Esta semana, dos de nuestros socios comunitarios han visto como su soberanía popular ha sido relegada por la voluntad de los mercados, derrocando dos gobiernos elegidos en las urnas para sustituirlos por juntas de tecnócratas militarizados. Vale que uno de esos líderes elegidos por sufragio popular era Berlusconi, pero al menos contaba con el mínimo aval de las urnas. ¿Recuerdan la última vez que nos gobernaron los tecnócratas? En aquella España en blanco y negro sometida por la fuerza de las armas, esos concienzudos burócratas del Opus Dei experimentaron con los límites del capitalismo en medio de una dictadura represiva, convirtiendo la aldea ignota que éramos en un enorme chiringuito para deleite de suecas, alemanes y demás guiris.
Ahora, parece que haya vuelto esa época en la que se nos aseguraba que hombres bien preparados habían sido seleccionados para dirigir nuestros destinos. El problema es el de siempre. ¿Quién selecciona a estos hombres de estado puestos a dedo? Al capitalismo en crisis no le sienta bien la democracia, no hay más que ver el revuelo que se armó en todo el mundo cuando el anterior gobierno griego sugirió someter sus recortes presupuestarios a referéndum popular. Tampoco aquí hubo consulta a la ciudadanía a la hora de fijar topes al gasto estatal en la constitución, no fuera a ser que los ciudadanos no eligiéramos aquello que los todopoderosos mercados creen que es mejor para ellos, perdón, para nosotros. Se nos dice que Mario Monti y Lukas Papademos son la solución para Italia y Grecia, respectivamente, aunque las bolsas caigan estrepitosamente el mismo día de su investidura. Sacrificada la voluntad popular que da sentido a la democracia, ¿qué otras ofrendas de sangre nos exigirán los mercados tras obligarnos a renunciar a nuestra pensión, nuestro sueldo y cualquier esperanza de prosperidad?

En el estado español, a pocos días de unas elecciones anticipadas con tufillo a más de lo mismo, la situación es ligeramente distinta. Hay urnas, es cierto, pero su resultado está adulterado por un sistema electoral que sólo reconoce dos opciones válidas de gobierno: la que nos ha traído hasta este caos y la que nos llevará a otros peores. Sólo un voto masivo de protesta contra este turnismo moderno podría cambiar la situación. La única duda que queda es cómo reaccionarán los mercados si el 21 de noviembre el partido más votado no es PP o PSOE. Puede que, en ese caso, los mercados decidiesen por su cuenta que no somos lo suficientemente solventes para merecer una democracia real. En estos tiempos de tecnocracia sin soberanía, el día menos pensado nos despertaremos y los burócratas nos habrán privatizado el Congreso y el Senado mediante ese tipo de secuestro de masas que llaman rescate. ¿Notaremos la diferencia?





Progreso y retroceso


Cuando éramos niños, a todos nos enseñaron en la escuela que la humanidad avanzaba siempre hacia adelante y que llegaría un día en el que viviríamos en un mundo pacífico y justo en el que la ciencia habría abierto cada vez más posibilidades para nuestra civilización. En el mundo del futuro, nos decían, habrá coches voladores, vacunas contra cada epidemia, pan para todos y felicidad a raudales. Crecimos confiando en la idea de que el paso de la historia iba mejorando nuestra existencia, de nómadas a sedentarios, de esclavos a siervos, de súbditos a ciudadanos. De ese modo, nos dejamos adormecer con la idea de que, hiciéramos lo que hiciéramos, la inercia nos llevaría hacia un mañana mejor. Ahora, en los inicios del prometido siglo XXI, las cosas no sólo siguen estando igual, sino que empeoran cada día a ojos vista. Si no me creéis, comprobadlo.

Como está muy visto hablar del hambre en el mundo, de la tiranía como gobierno en Asia y África, de la manipulación informativa o del desequilibrio entre ricos y pobres, vayamos a ejemplos más cercanos. El derecho de huelga y la jornada laboral de 40 horas son dos logros sociales conseguidos hace menos de un siglo, durante la revolución rusa de 1917. Desde que la mayoría tenemos memoria, el estado de bienestar prometía ir mejorando progresivamente nuestras vidas, persiguiendo la intolerancia y el odio, ampliando las libertades civiles, reconociendo los derechos de las minorías, mejorando la situación del trabajador y evitando que sufriéramos la miseria, la guerra o la injusticia. Todo eso se hace pedazos cada día por culpa de la avaricia financiera y política. En el estado español, la patronal exige al partido que gane las próximas elecciones que limite el derecho a huelga y privatice el derecho a la salud. En Portugal, la coalición conservadora negocia ampliar la jornada laboral de 40 a 48 horas semanales, es decir, casi dos horas más al día más que tu padre y que tu abuelo. Todo ello justificado por las pérdidas de la banca y el derroche de los gobiernos, fundidos ambos en un poder represivo y opaco, gobernado por la tiranía de los mercados, es decir, de ellos mismos y sus múltiples intereses.

De un plumazo, retrocedemos a 1916, como si la lucha obrera nunca hubiese existido y ninguno de nuestros derechos fuese realmente nuestro, sino una mera concesión temporal de la que pueden desahuciarnos sin previo aviso. Seamos rebeldes y frenemos esta marcha atrás hacia el feudalismo o, al menos, reclamemos un pasado menos oscuro que el que se nos viene encima. Si no hay derecho a un mañana mejor, sólo nos espera la barbarie.
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