El Gran Norte

Cuando llegas al Gran Norte, la luz puede cegarte por un instante. Una vez que tus pupilas se han acostumbrado al cielo abierto, hace mucho menos frío de lo que parece. Copenhague está en ese punto en el mapa que marca la frontera hacia el norte indómito y desconocido. El escenario está a la altura de tal título. Encaramada entre las islas de Selandia, Christianshavn y Amager, a medio camino entre el Mar del Norte y el Báltico y a pocas millas de Suecia cruzando el estrecho del Sund, la ciudad ejerce de puente flotante entre Centro Europa y Escandinavia. Todo esto puede verse a pie de calle. Los furiosos vikingos de antaño viajan en viejas bicicletas y un número inesperado de bares acogen, probablemente, el mejor jazz a este lado del Atlántico. Sólo hay que calzarse las zapatillas adecuadas y dejarse llevar por la corriente de los tres canales.


Sólo una ciudad así escondería una fortaleza amurallada en su interior y no presumiría de ella. Como un London Tower con puente levadizo, cañones, molino de viento, barracones de cuento infantil y trincheras de cesped. Al igual que tres islas y tres canales, hay también tres palacios; Christianborg, hogar del parlamento; Amaliemborg, sede de los Schleswig-Holstein; y Rosenborg, custodia de las joyas de la corona. Buscando un poco, uno puede ver sorprendentes colecciones de pintura europea de los treinta primeros año del siglo XX. Más allá del lujo, Copenhague escribe sus mejores historias en las casas ocres de Nyboder, en los bares escondidos de Verstebro, en el sunny side que hace rielar el puerto de Nyhavn y más allá de las fronteras de la ciudad libre de Christiania.

Copenhague, KBH para los locales y CPH para los turistas como tú y como yo, tiene muchas caras y casi todas son amables y hablan mejor inglés que tú. Todo está al alcance de unas zapatillas tercas y un bolsillo sufrido, que echa el resto para devorar smørrebrød y festejar estos dos años juntos con delicias thai y pintas de cerveza en los bajos fondos de Istedgade. Es otra vida, nenos. Un modelo de convivencia que se prueba a sí mismo cada día, sin dejar de permitirse abismos como los mostradores de Pusher Street y el arte salvaje de Loppen, más al estilo punk de Tacheles que al de Chapitô. Días que no volverán, pero que hacen tu vida mucho más interesante. Algo de ti y de mí nunca se irá de allí, jugando con el objetivo macro a las orillas del lago de Ørstedsparken. 8-1-5-0-1, ¿recuerdas? Algún día, puede ser, habrá que refugiarse en una cabaña con parabólica y leña en el patio. Quién sabe, hay mucho Norte por delante para seguir explorando.

Visado de turista


A veces no os echo nada de menos, voy y vengo y, al poco, cambio disimuladamente de tema. Me dejo llevar por el trajín de las maletas y desaparezco de la circulación unos días, aunque sólo sea por no seguir otro camino que el que yo elija. Llamadlo turismo, a mí me sabe a libertad. Llamadme simple, pero es cierto me gustan los aviones y tachar ciudades del mapa. Colecciono puñados de tierra de todo el mundo y en mi pared hay planos usados de las calles donde quemé zapatilla. Me gasto los cuatro cuartos que gano en ir y venir para perderme y perderos un rato de vista. Puede que sea común, pero también es un placer amargo. Sabes que, por mucho que corras, nunca podrás estar en todos los lugares que quieres conocer, una vida no es suficiente, aunque, pensándolo bien, es mejor que sea así.


Cierras los ojos y, de pronto, estás en otra parte y todo parece nuevo a estrenar, todo está por vivir. En parte es la luz y en parte es el olor. Cada ciudad tiene su proporción única de estos dos elementos y uno no puede descubrirla solo. Por eso, hay que dejar que los pies vaguen a sus anchas, saber demorarse donde lo merezca, atreverse a cruzar otra calle, mezclarse, distanciarse y observar. Y, sobre todo, saber irse, saber volver. Por eso, la clave no sólo es el dónde, sino que casi siempre reside en el con quién. Cada ciudad es una historia que necesita personajes, trama y metraje, por fugaz que sea. Copenhague, tú y yo, dos años detrás y mucho guión por delante.

Those were the days



Escuchar tararear a Mary Hopkin este hit olvidado de finales de los sesenta me devuelve a un pasado tan lejano que no consigo recordarlo con claridad. Me trae imágenes difuminadas, de un niño muy pequeño que juega a apilar cubos sentado en una tabla de madera, mientras su abuela cose a máquina y su madre trajina por la casa. El resto, son flashes inconexos de mi infancia y demás parafernalia de los ochenta. Hoy he vuelto a escuchar esa canción, por mera casualidad. Leyendo el periódico, he acabado buceando en la historia de Guinea Ecuatorial, el país más rico del mundo con mayor población viviendo en la miseria.


El clan del dictador Teodoro Obiang mantiene el poder aboluto gracias a las vastas reservas petrolíferas del país y la complicidad de socios tan recomendables como Mohamed VI, Condoleeza Rice o El Pocero. Poco bueno se puede decir de un sátrapa que acumula riquezas insultantes al igual que denuncias por vulnerar los derechos humanos. La oposición denuncia en voz baja sus atropellos, que incluye ejecuciones sumarias, torturas e incluso canibalismo, obviados por los medios occidentales. Su amistad sonroja y enriquece a partes iguales a socialistas como Bono y conservadores como Trillo, mientras sus herederos dilapidan su riqueza entre París, Las Palmas y Venice Beach.


Pero no es del cleptócrata Obiang de quien quiero hablar. Uno de los pocos actos acertados de este tirano guineano fue el de derrocar a su tío Francisco Macías Ngema, que pasará a la historia en el capítulo de los más infames. Ngema, megalómano al estilo norcoreano, fue el líder local en quien el ministro franquista Manuel Fraga depositó el poder tras la apresurada descolonización española y éste no tardó en ofrecer pruebas de su "valía". Entre otras ocurrencias, prohibió el uso de zapatos y medicinas, algo que el dictador consideraba antiafricano, al tiempo que hundió todos los barcos y botes del país para evitar que sus ciudadanos huyeran al extranjero. En su delirio, llegó a proclamarse único dios, se declaró seguidor de Hitler y obligó a sus súbditos a llamarle "gran maestro de la educación, las ciencias y la cultura". Todo ello poco después de haber prohibido la enseñanza y perseguido a todos aquellos que hubiesen recibido educación, que llevasen gafas o tuviesen en su poder cualquier libro.


Entre 1968 y 1979, Macías convirtió Guinea en lo que los historiadores han llamado el Auschwitz de África, asesinando brutalmente a un 15% de la población de su país y precipitando el exilio de muchos más. En el colmo de su locura, ordenó ejecutar a 150 opositores el dia de navidad de 1975. Ese día, en el estadio nacional de Malabo, una banda interpretaba sin descanso Those were the days, mientras los soldados asesinaban uno a uno a los condenados. Cuatro años después, él también acabaría frente a otro pelotón de fusilamiento, en este caso de mercenarios marroquíes a sueldo de su sobrino Teodoro Obiang. Sin embargo, esa escena de música mezclada con el repiqueteo sordo de las ametralladoras, pervivirá en la memoria universal de lo infame. Esa imagen, chocante y patética, es un reflejo de lo más mezquino y sonrojante de la condición humana. En mi cabeza, paradójicamente, esa melodía irá siempre acompañada por uno de los recuerdos más felices de mi niñez.
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