Enemigos del Estado


Hoy, los estudiantes volverán a manifestarse contra los recortes a la educación pública y contra la violencia policial que se ha empleado para silenciar cualquier protesta. Algunos todavía se preguntarán por qué la gente sale a la calle a quejarse de que los gobernantes esquilmen el estado del bienestar para tapar las deudas que ha provocado su incompetencia. Los más graciosos de todos son aquellos que defienden que se emplee la fuerza contra menores de edad desarmados a los que se les niega una educación digna. A esa gente no se les revuelven las entrañas cuando el jefe superior de policía de Valencia, Antonio Moreno Piquer, justifica los desmanes de sus antidisturbios asegurando que los niños que pasan penurias en un instituto sin calefacción son "el enemigo".

Pero, ¿por qué unos chavales que se manifiestan pacíficamente son el enemigo? Está muy claro, cenutrios, porque esos estudiantes reclaman que el dinero público, el de nuestros impuestos, financie gastos públicos, como institutos o ambulatorios, en lugar de engrosar los bolsillos de nuestros mandamases y, claro, los gobernantes no quieren quedarse sin su fajo para que unos bachilleres puedan estudiar. Somos el enemigo de la policía, que tapa su número de serie de manera ilegal antes de agredir a los manifestantes. También de la delegada de gobierno de Valencia y del ministro de Interior, que han avalado una actuación policial que calificarían de nazi si hubiese sucedido en Venezuela.


Qué vergüenza de país, en el que ejercer tu derecho a estar en desacuerdo te convierte en blanco perfecto de un terrorismo de estado de bajo rendimiento. La prensa extranjera, tras los sucesos de Valencia, mira hacia el Estado Español con miedo y asco, preguntándose porqué la oposición y los sindicatos no se suman a trabajadores, estudiantes, parados y jubilados en la lucha contra los recortes. Y es que puede que no hayan escuchado nada al respecto, pero hoy la Confederación Europea de Sindicatos ha convocado una jornada de protesta en toda la UE para denunciar el saqueo de las arcas de los estados comunitarios. Pese a que esa organización la dirige el secretario general de CCOO, Ignacio Fernández Toxo, los sindicatos españoles han decidido mantener hoy un perfil bajo para evitar que el PP les recorte aún más las subvenciones.

Para esos sindicatos dóciles, nosotros, los que nos manifestamos, también somos el enemigo. Les dejamos en evidencia cuando se negaron a hacer huelga general contra la reforma laboral del PSOE y volvemos a hacerlo ahora bajo la bota de los consevadores. Y lo seguiremos haciendo, por mucho que intenten amedrentarnos con perros de presa. Hoy, volverán a agitar las porras sobre y contra nuestras cabezas porque están muertos de miedo, porque se han dado cuenta de cuántos somos el enemigo y de lo hartos que estamos de su dictadura de todo a cien. Si quieren saquear nuestros bolsillos como a los griegos, como griegos responderemos en las calles. Porque este enemigo, además de pobre, resabiado y rebelde, puede llegar a ser muy cabrón cuando le tocan demasiado lo que es suyo.

Ultramar

Una semana al otro lado del charco. Ése era el trato, y se ha cumplido con creces. Todo comenzó en un caos de maletas, escalas, colas de seguridad y kilómetros de carretera. Casi veinte horas para saltar de Barajas a Philadelphia, de Atlanta a Montgomery, Alabama, hogar de la primera Casa Blanca de los confederados. Y al día siguiente, el destino deseado, Nueva Orleans. Todavía no se ha disipado el jetlag y aún puedo sentir cómo era estar allí, con mis cuatro compadres, vagando por desfiles y conciertos y siempre de bar en bar. Resuena en mi cabeza la banda sonora de todas las bandas y charangas que desparraman swing por las calles y garitos de la Big Easy.


Junto a ese sonido vibrante y divertido, guardo memoria de la amabilidad incondicional de cientos de extraños que se cruzaron en nuestro camino. Como Lucy, la cincuentona neoyorkina que vino a la ciudad de vacaciones hace más de dos décadas y ya no quiso marcharse. Sus recomendaciones nos llevaron a probar los po'boys de carne de aligator y el jambalaya de Coop's. Su cerveza Naw'leans convirtió el Johnny White en un centro de gravedad en plena calle del pecado, la mismísima Bourbon Street.


También recuerdo a Jerome, nuestro colega en el Mardi Gras más castizo. Nunca olvidaré su cara de asombro y orgullo cuando se enteró de que aquellos cinco blanquitos con los que compartía cervezas venían desde más de cinco mil millas al este para ver su barrio, el emblemático Treme en el que fuimos los únicos rostos pálidos aquel martes de carnaval. Disfrazados de presidiarios, deambulamos por los desfiles de Saint Charles hasta Canal Street, detenidos cada cien metros por espontáneos que nos pedían entre carcajadas hacerse una foto con nosotros. Debíamos de ser una imagen pintoresca, cinco europeos sonrientes siguiendo a las charangas y pidiendo collares a las carrozas.


Más allá de la pobreza extrema, del drama humano constante, de las cicatrices visibles del huracán en el Ninth Ward, aquella gente nos recibió como a hijos pródigos, nos ofreció orientación en el tumulto, conversación franca y música hasta altas horas. Los trajes imponentes de los jefes indios y su alegría subversiva son una lección de dignidad en ese escenario de tragedia constante. En Frenchmen Street, aprendimos que no hay mejor auditorio que el cruce de dos calles y creímos codearnos con Antoine Baptiste en el Spotted Cat. Sólo los predicadores oportunistas y los fanáticos del dios del odio pudieron cortarnos el rollo, profanando la fiesta de Nueva Orleans con sus rezos y proclamas sobre el infierno. Los sin dios nunca irrumpiremos en vuestras misas para echaros en cara vuestros millares de defectos. Preferimos mecernos al calor de un saxo, mientras chirrían las tablas de lavar y atruenan bombos y contrabajos.


Después, tras el Mardi Gras, llegó Atlanta, de la que sólo cabe rescatar el Sweet Auburn, el barrio donde Martin Luther King inició la insurrección de los hombres libres. Ahora, ya de vuelta, la realidad reclama atención constante y avecinan cambios en el horizonte. Terminado este paréntesis de libertad en Ultramar, toca remangarse para bregar aún más duro. Mientras picamos piedra y abrimos veta, tararearemos Carnival Time, de Al Johnson, y soñaremos con el atardecer en Louisiana. Laissez les bons temps ruler, mes amis.

Vendredi avant Mardi Gras


Mañana, a estas horas, estaré sobrevolando el Atlántico Norte, a pocas horas de una escala, otro avión, un coche de alquiler, un motel de carretera y varios cientos de kilómetros en la autopista 86. Todo este maratón tiene un único sentido, coronar el Mardi Gras en las callejuelas de la Crescent City, la vetusta Nueva Orleans mártir de huracanes y campeona de mil madrugadas. De vez en cuando, uno necesita desaparecer, desvincularse por un momento de sus rutinas y sus más cercanos para sacar la cabeza de la pecera y mirar más allá, aunque sólo sea para poder darse la vuelta y poder decir "éste es el punto más al oeste al que he llegado". Acaba mi invierno con dos huidas, una con cuatro gambiteros al Carnaval criollo de Louisiana y la señorial Atlanta, otra con ella a ver despuntar la primavera en Copenhague. Maletas, mapas, cambios de divisa, terminales, callejuelas y miles de fotos. Ingredientes de un año que se ha empeñado en contradecir la corriente general y no deja de premiarme con sorpresas, planes y descubrimientos. Hay tanto por hacer que asusta. Nos dejaremos llevar por las calles que resistieron al Katrina, guiados por las brass band e intentando no parecer demasiado pintorescos en una second line. Verde, amarillo y violeta son los colores de guerra, hay una decena de bares míticos en una chuleta y unas zapatillas viejas para dejarse llevar allí donde suene el blues. A veces, merece la pena desaparecer, aunque sólo sea para decir, "llegué hasta allí, y os eché de menos". En una semana, sabreis de mi. No os preocupeis, volveré.

Viejos tiempos


Ayer, la policía envió un mensaje: ahora que no hay elecciones a la vista, tienen carta blanca para ensañarse con quien quieran. Ayer, los antidisturbios irrumpieron violentamente en una protesta pacífica, sin previo aviso. Agredieron indiscriminadamente a jóvenes, ancianos y a la prensa, provocaron estampidas y ataques de pánico, nos cercaron en calles estrechas y se llevaron detenido a todo el que pudieron. "Volvemos a los viejos tiempos", decían los más mayores. Hemos recibido su mensaje. El problema es que, por mucho que intenten imponer el miedo en la calle, seguiremos saliendo a manifestarnos contra sus reformas opresivas que nos llevan a la miseria. No nos queda más remedio. Nos espera una primavera difícil. Nosotros seguiremos sacando a la calle nuestros argumentos y ellos contestarán una y otra vez con violencia.

Saboreando lo inminente


Entran y salen de plano las olas de frío y, con la broma, vino febrero y yo con la maleta a medio hacer. Pocos días, buena compañía y billetes del Bayou al Øresund. El horizonte es apetecible y hay ganas de recorrer el camino. Mientras tanto, voy viviendo de fin de semana en fin de semana, apurando los minutos en el aire y elevando los listones más allá de lo que debería. Si no, no funciona como a mí me gusta. Hay algo vicioso en la sensación de mantenerse en vilo, mientras fluyen los segundos y hago malabares para que no me falte el aire entre titulares. Ya rebajaremos las tensiones de la tediosa vida diaria en aquella planta 29 al crepitar de las burbujas y que se rinda Madrid a nuestros pies. Quiero lo que tengo, quiero lo que viene. Capeando las oleadas de la recesión, uno aprende a soplar los vientos a su favor. Requiere su trabajo saber apreciar lo que se tiene y lo que se consigue y, por encima de todo, cómo se consigue. Ahí está la gracia de todo este asunto. No quedan más cojones que ser feliz aunque todo a tu alrededor se esté yendo rápida e imparablemente a la mierda. Afuera, hace mal tiempo. Salgan a la calle y sonrían, aunque sólo sea por llevar la contraria.

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