10 años después de la invasión de Irak


Hoy se cumplen diez años del inicio de la invasión estadounidense a Irak. Sin embargo, pocos podrán asegurar sin temor a equivocarse que el país del Tigris y el Eúfrates ha mejorado su situación en esta última década. Ayer, la insurgencia suní celebró este aniversario con una cadena de atentados que ha costado al menos 52 víctimas chiíes. Mientras, la frágil democracia iraquí implantada tras la invasión se mantiene inoperante, fragmentada por las fracturas políticas y religiosas, infectada por la corrupción, incapaz de hacer frente al terrorismo interior y sostenida únicamente en la financiación y la protección extranjera. Precisamente, las tropas del Pentágono no terminan de retirarse del todo, aunque cada vez les acompañen menos aliados de los 34 que formaron en 2003 la coalición multinacional contra las supuestas armas de destrucción masiva que sirvieron de excusa a la mayor operación de pillaje de la historia, aunque sea, después de todo, una operación fallida. Hace una década, vimos al gobierno de EEUU mentir y fabricar pruebas falsas ante su Congreso y ante la ONU, forzando a aliados tan cercanos como Tony Blair o José María Aznar a hacer lo mismo. Hasta la fecha, nadie ha respondido por estas mentiras, ni por las 100.000 víctimas civiles que provocó el conflicto (casi un millón según la encuesta Lancet 2006), ni por el expolio de la riqueza iraquí. ¿Todo ello mereció la pena para derrocar a un tirano? Habría que preguntarlo en Samarra, en Ciudad Sadr o en Kirkuk. Sin embargo, Irak no es el único que sufrió la derrota. Mirando fríamente los datos, se puede decir que EEUU y, por extensión, todo Occidente perdió esa guerra. Los únicos vencedores del conflicto son las empresas que se lucraron con la invasión, con petroleras como Halliburton, Chevron, Shell o ExxonMobile, fabricantes de armas como Lockheed Martin, constructoras como Betchel o gestoras de mercenarios (contratistas en el lenguaje del imperio) como Blackwater, Custer Battles o Aegis. Ellos esquilmaron Irak, mientras las arcas de EEUU y sus aliados han asumido más de 2 billones de dólares en costes. Normal que, diez años después de que comenzase la guerra, un 53% de los estadounidenses encuestados por Gallup consideren la de guerra de Irak un error comparable a la de Vietnam.


En EEUU, hablar de secuelas de la guerra no deja de ser un tópico. En Irak y Afganistán, el ejército estadounidense ha sufrido un total de 6.550 bajas, a las que hay que sumar unos 30.000 soldados que volvieron a casa mutilados o con secuelas psicológicas. Sin embargo, según un informe de Rand, se calcula que hasta unos 300.000 militares estadounidenses se confiesan traumatizados por la guerra. Esta realidad se hace evidente al pasear por cualquier ciudad de EEUU, en las que centenares de excombatientes de cuatro guerras distintas malviven en las cunetas y los callejones de los downtown. Las guerras en las que el Pentágono se ha embarcado en la primera década del siglo XXI han supuesto un gran negocio a nivel económico, pero una derrota inapelable desde el lado humano, teniendo en cuenta que, por cada soldado muerto en combate en la "guerra contra el terrorismo", otros 25 se suicidan al volver a casa. Estrés post-traumático, pérdida de uno o más miembros, depresión, alucinaciones y adicciones diversas son la cosecha que los reclutas traen de vuelta, donde les recibe una de las sociedades más violentas de Occidente, una sociedad en la que, cada hora, tres personas son asesinadas a balazos, una sociedad en la que los tiroteos en institutos y centros comerciales se repiten cada pocos meses. Este es el escenario en el que se fragua la historia de Chris Kyle, el francotirador más letal de la historia de EEUU.


El mes pasado, el exmarine de élite Chris Kyle fue asesinado por otro veterano de guerra mientras ejercitaba su "arte" en un campo de tiro del condado de Erath, en su Texas natal. Kyle se hizo famoso tras publicar un libro narrando sus cuatro misiones en Irak como miembro del cuerpo de élite de los Navy Seals, en las que asegura haberse cobrado cerca de 250 víctimas con su rifle de francotirador, 150 según las cifras oficiales del Pentágono. Esta efectividad le valió dos estrellas de plata y cinco de bronce y el apelativo de "el diablo de Ramadi" entre la población iraquí. En el punto álgido de su carrera, la insurgencia llegó a ofrecer 80.000 dólares de recompensa por su cabeza por misiones tan honrosas como asesinar a una madre con su hijo en brazos, como confiesa en su biografía, "American Sniper". A su vuelta a EEUU, Kyle intentó mejorar su imagen lanzando una fundación de apoyo a los veteranos que, a la larga, ha terminado por costarle la vida. El mismo día de su muerte, Chris Kyle se reunió con uno de tantos veteranos que acudió solicitar su apoyo, el marine de 25 años Ernie Ray Routh, aquejado de estrés postraumático y depresión como muchos otros supervivientes. Nadie sabe el contenido de esa conversación, salvo que, horas más tarde, Routh localizó a Kyle y a su amigo Chad Littlefield en un campo de tiro y los acribilló a ambos a balazos. Un síntoma más de un país enfermo por una violencia estructural que va más allá de la guerra contra las drogas en las calles o contra el terrorismo en Oriente Medio.


Pasa el tiempo y lo sucedido en esta última década no abandona nuestras retinas. La invasión sólo ha germinado en más violencia, más atentados, más odio. Colin Powell y George Bush mintiendo en la ONU, las manifestaciones contra la guerra en todo el mundo, el tanque yanqui que asesinó impunemente a José Couso, la caída de la estatua de Saddam, las torturas indecentes de Abu Ghraib, la resistencia numantina de Faluya, la ausencia absoluta de respeto a los derechos humanos, los atentados múltiples, la ejecución de Saddam, Wikileaks o, más recientemente, los videos de soldados españoles torturando prisioneros iraquíes. Todas estas imágenes forman parte ya de la historia universal de la infamia, esa que no deja de rellenar volúmenes día a día. Hace diez años, medio planeta salió a la calle para intentar detener la guerra. Nadie podrá negar ahora que teníamos razón.


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