Viaje de vuelta a los años salvajes


Éire votó el viernes un nuevo gobierno que comande la crisis y a estas horas, aún se siguen escrutando los votos. Escrutando, que no contando, ya que el complejo sistema proporcional de la República incluye segundas, terceras e incluso cuartas opciones en cada voto que influyen estratégicamente en el reparto de los escaños del Dáil de Dublín. Con el 92% de los votos escrutados, el partido que ha gobernado Irlanda casi ininterrumpidamente desde las primeras elecciones de 1937, el conservador Fianna Fáil, ha perdido casi setenta escaños que le convierten en la tercera fuerza política. El gobierno pasará así a manos de los también conservadores Fine Gael, que formarán previsiblemente una coalición con el segundo partido en votos, el laborista. Así lo hicieron en 1948, 1954, 1973, 1982 y 1994. En todas aquellas ocasiones, tuvieron que darse circunstancias excepcionales para arrojar al gran partido republicano del poder. En este caso, la decadencia del tigre celta se ha sumado a la gran humillación nacional que supone el enorme préstamo otorgado por la UE y el FMI para evitar la quiebra de la deuda irlandesa. Un problema global sumado a uno local.


Desde finales de los noventa, el Tigre Celta creció desmesuradamente apoyando en tres pilares: la industria de la alta tecnologías, el sector inmobiliario y la banca. En apenas dos años todo se ha venido abajo, retornando el país a marchas forzadas a los tiempos oscuros del desempleo multitudinario. Aún peor, la dramática constante de cuatro siglos de emigración forzosa vuelve a reactivarse. Sólo hubo que sumar una buena dosis de escándalos bancarios, incompetencia gubernamental y falta de reflejos de la Unión Europea. El resultado está a la vista en las urnas. Los partidos que han hecho campaña para recuperar la soberanía nacional y renegociar las duras condiciones del crédito internacional ocuparán el gobierno. Otros, como el Sinn Féin, que se ha multiplicado por cuatro, los socialistas y el partido protesta People Before Profit, exigen directamente cancelar cualquier acuerdo y limpiar a fondo el sistema financiero para evitar nuevos descalabros. Aún no sabemos hasta que punto las promesas de mayor socialdemocracia y menos recortes públicos sobreviven a la realpolitik comunitaria. El mensaje de su pueblo está claro. Irlanda revive los tiempos en los que su soberanía nacional estaba amenazada por potencias extranjeras -como todavía sucede en el Norte ocupado por los británicos-, en los que su población ha de escoger la precariedad o la diáspora. Su ejemplo no puede sernos lejano, aunque aquí, donde aún no nos hemos visto forzados a asumir un "rescate" con sabor a secuestro, parece aún más complicado encontrar auténticas alternativas. Sólo rabia y esfuerzo contra los nuevos años salvajes.

El último tango del tirano


Seguimos hablando de Libia. Gaddafi, dictador menguante, da señales inequívocas de vivir sus últimas horas al mando de lo que queda de su régimen de terror. Sus embajadores en el extranjero arrían la bandera verde de la Jumhuriya de 1969 y sus soldados estrellan sus aviones en el Mediterráneo para no obedecer las órdenes de masacrar más y más libios. Su exministro de Interior ya le ha pedido que se entregue o se suicide. Al régimen sólo le quedan los mercenarios contratados en Chad, Niger y Sudán. Reuters asegura que son más de 6.000 y que, tras foguearse en la fallida represión del este del país, se atrincheran en Trípoli para la batalla final. Por lo menos, mientras haya dinero para pagarles. En cuanto dejen de llegar divisas del petróleo, el régimen se quedará sólo ante la rabia de su pueblo, que ya controla Bengasi, Al Baida, Tobruk y las fronteras con Túnez y Egipto. Al sur, los bereberes también se han levantado. Algunos medios aseguran que los partidarios del carnicero de Lockerbie sólo controlan los cincuenta kilómetros a la redonda en torno a la capital. Mientras escribo, los rebeldes combaten por liberar la ciudad de Zauiya y mañana, puede que lleguen a Trípoli. Quizás por eso, Gaddafi ha anunciado que la prensa libre y los opositores son drogadictos y aliados de Al Qaeda, en un intento desesperado por acallar lo inevitable. Su ejército ya se ha pasado en masa a la revuelta, asqueado de sumar cadáveres de compatriotas al saldo de la barbarie.


Enrocado, al viejo Muammar sólo le quedan dos opciones: el suicidio o el exilio. Tras bombardear las manifestaciones de Trípoli, uno de sus leales intentó sin éxito quitarlo de en medio. Ya no tiene en quién confiar, abandonado por sus socios occidentales y con el único apoyo internacional de Cuba y Nicaragua y los titubeos de la Unión Europea. Vergüenza para ellos. Cuenta con más de 10 millones de euros en armas españolas, pero nadie parece dispuesto a empuñarlas para defenderle. Mientras tanto, la revuelta ha perdido el miedo al dictador y se prepara para dar el golpe de gracia a cuarenta y dos años de opresión. Ayer, la Corte Penal Internacional de La Haya hablaba de 10.000 víctimas de los asesinos de Gaddafi en el mes de febrero. Ahora, llegó la hora de que los culpables paguen por ello, en los tribunales o en la calle. Ben Alí, Mubarak, Gaddafi,... ¿quién será el próximo? Yo apuesto por Mohamed VI. Tiempo al tiempo.

La barbarie y el ridículo



Lo diré hasta que os canséis de escucharlo: vivimos en tiempos de cambios en el que los sucesos extraordinarios y los más terribles se suceden con una rapidez pasmosa. Esta madrugada vivimos otro episodio de esta tragicomedia. Sucedió en Libia, justo después de que el régimen ordenase a la Fuerza Aérea bombardear sin piedad a miles de manifestantes desarmados en plena capital, Trípoli. Pasada la medianoche, mientras varios centenares de cadáveres aún se pudren en las calles, los medios estatales anuncian que el líder militar, espiritual y político del país va a dar una alocución pública. Hablamos nada más y nada menos que de Muammar al Gaddafi, uno de los dictadores más experimentados de la historia, con más de cuatro décadas al mando. Su imagen no pudo ser más bizarra.



Para ser un líder único que lleva en el poder desde los veintiseis años y haber rebasado varias veces la cota del absurdo, el señor de la Jamhariya se superó a sí mismo. No fue por la voluptuosa enfermera ucraniana que le inyecta bótox sin control, ni por las treinta vírgenes expertas en kung-fu que forman su guardia pretoriana. Gaddafi, el carnicero de Lockerbie, posó ante las cámaras escondido tras un enorme paraguas y un coche que no merece ni la categoría de tartana. Quería negar que se hubiese exiliado a Venezuela, como afirmaban desde Londres, aunque su imagen, medio dentro medio fuera de un cacharro que despreciarían en la vetusta Cuba, no pudo más que desmentirle.


De su alocución, de apenas quince segundos, rescatamos que el sanguinario dictador afirmaba haber estado "debatiendo con los jóvenes" en la misma plaza que ordenó bombardear horas antes, pero que tuvo que retirarse no por el hedor de sus víctimas, sino porque llovía. No le tembló la mano para comandar la represión, pero huyó de la lluvia como una aspirina efervescente. Veinticuatro horas antes fue su hijo, Saif al Islam, el que compareció ante los medios, en este caso arrellanado en un sofá con gesto agresivo de capataz en plena huelga. El vástago de Gaddafi amenazó con una guerra civil si continuaban las protestas. Su imagen y la decadencia física y mental de su padre nos muestran que, de haberla, ellos ya la han perdido.


La derrota de su ejército en las calles de Bengasi y su retirada en el este del país son los primeros pasos. A Gaddafi, el amigo de Occidente alabado por Berlusconi, Sarkozy, Blair, Zapatero e incluso Obama, no le queda otro camino que huir al mismo exilio saudí del tunecino Ben Ali y el faraón Mubarak. Si intenta endurecer lo que ya se conoce como el genocidio libio, pasearán su cadaver por las avenidas como sucedió con su admirado Mussolini.


La monserga de cada febrero


Pasado mañana se cumplirán treinta años del golpe de estado del 23-F y, como cada año, volvemos a escuchar las mismas anécdotas de siempre contadas por los mismos con el sesgo de toda la vida. Incluso las supuestas revelaciones demoladoras o las teorías conspirativas parecen repetirse como un guión bien estudiado. El rey no sabía nada, los golpistas eran sólo unos pocos aventureros, el rey se negó a sumarse, qué valientes fueron los parlamentarios, incluso los que se agacharon al oler la pólvora, el rey salvó la democracia y un largo etcétera de lugares comunes de la historia. Lo triste es que, tres décadas después, sabemos muy poco más sobre lo que sucedió aquella madrugada. Alguien se niega a que se desclasifiquen los documentos secretos sobre el trama golpista. Una asonada militar entre tantas, ya que fueron hasta cuatro las que se produjeron o intentaron en la transición. Hubo una operación Galaxia antes de la intentona golpista de 1981 y después, volvieron a amenazar los conspiradores militares con un 27-O en 1982 y con un 2-J en 1985. De todo esto, como es habitual, poco se sabe porque poco se dejó investigar.


Las verdades son escasas, las preguntas muchas: ¿Con qué apoyos contaban los guardias civiles que asaltaron el Congreso y los militares que tomaron Valencia y RTVE? ¿Eran sólo unos ilusos a medio camino entre De Gaulle y el dictador ya fallecido?¿Cuál fue el auténtico papel del Rey? ¿Era él el elefante blanco que debía liderar el golpe? ¿Apoyaron todos los partidos políticos un gobierno militar de transición presidido por Alfonso Armada? ¿En qué medida sirvió el golpe para desnaturalizar el estado de las autonomías? ¿Por qué no se procesó al jefe de operaciones de los servicios secretos, comandante Jose Luís Cortina, que llegó a amenazar con tirar de la manta si le juzgaban? ¿Cuál fue el papel del CESID? ¿Por qué sólo se condenó a un civil de entre todos los fascistas encausados? ¿A quién apoyaban EEUU y el Vaticano? ¿A quién protege este silencio cómplice? Sin respuestas a esas preguntas, pueden guardarse sus documentos reveladores, sus reportajes especiales y sus libros de investigación. Lo que se puede contar ya ha sido narrado mil veces, ahora sólo queda saber la verdad.

Mind the gap


Es sábado por la mañana y llevo horas despierto. Quien me vendió la idea de que trabajar de noche tenía encanto, se quedó conmigo y con mi capacidad para adoptar hábitos de vida saludables. Hacía tiempo que no sabíais nada de esta V mayúscula y no voy a disculparme por ello. Mucho trabajo, cierta dosis de paz y caos y un viaje de pirados me lo impidieron. ¿Sabéis una cosa? Pronto se me escuchará a diario, no en este registro, sino en mi otra faceta de mercenario de la información al otro lado del micro. Ya saldrán a la luz los detalles más adelante. No quiero hablar ahora de eso. Prefiero recordar la banda sonora de los aeropuertos y el crepitar de las melenas pelirrojas a merced del vendaval. Fue corto e intenso lo de intentar bombardear Londres. Tenía cómplices capacitados para ello y el Red Bull sigue haciendo magia con mi umbral de sueño. La ciudad tiene algo que me llama y yo no soy de los que se niegan.


Tras batallar durante veintiocho horas seguidas con lo imprevisto, sacamos humo de las zapatillas para poder ver un poco de todo. Los turistas de Tower Hill, los bocadillos de ciervo del potato merchants en Borough Market y las columnas de humo iluminando las aceras del East End. Fallamos el asalto a Brick Lane y tuvimos que retirarnos a marchas forzadas desde Whitechapel hasta el World´s End, distrito de Chelsea, hogar de las fachadas blancas, las rejas de metal y las chimeneas con deshollinador. Cien millones de pipas de girasol falsas son testigo de ello. De allí me traje un ciento de fotos, algunas historias que contar y sueño atrasado para lo que queda de año. Ya os ireis dando cuenta. De momento, ya es mediodía y hay mucho quehacer por delante. De otra manera, no podría funcionar.


Vías democráticas que no pasan por Occidente


El mundo árabe vive estos días sumido en tiempos de revuelta y movimientos hacia el cambio. Túnez, Egipto, Jordania, Yemen, Marruecos, Argelia, Mauritania y Arabia Saudí viven un momento convulso, en el que los gobiernos aliados de Occidente ven peligrar su statu quo. Todos ellos, salvo Argelia, son estados autoritarios y corruptos en mayor o menor medida. La alternativa que se pide a gritos en sus calles no es el fundamentalismo musulmán que algunos esperaban sino, lisa y llanamente, una democracia genuína. Como América Latina a finales de los 70 y principios de los 80, Arabia busca esa democracia ante la pasividad de EEUU y Europa. Occidente apoya y provee a los regímenes que les oprimen, como hizo con las dictaduras de la Operación Condor, y ahora asiste con el pie cambiado a estos inesperados brotes deomcráticos. Tras el 11-S, la democracia en el mundo árabe ha sido proscrita en el nombre de la seguridad, agitando el fantasma del islamismo, tal y como en Iberoamérica, tiempo atrás, se avalaron todo tipo de barbaries en nombre del anticomunismo. Se puso incluso el ejemplo de Irán, ignorando que los persas no son árabes y que su revolución islámica es consecuencia de un siglo de tejemanejes de las grandes potencias. Pues bien, llegaron las protestas y los islamistas están ahí, pero sólo como fuerza minoritaria y asumiendo desde el primer momento la necesidad de elecciones e instituciones libres, representativas y transparentes.


Fue así en Túnez y lo está siendo también en Egipto. La mayoría de los manifestantes de Sidi Bouzid, de Suez, de Sanaá, de Amman o de la plaza Tahrir son jóvenes y mayores con educación pero sin recursos ni perspectivas de futuro debido a la voracidad y autoritarismo de las autocracias que les gobiernan. Los prejuicios de algunos en el lado "bueno" del mundo nos presentan a los jóvenes árabes como material inflamable presto a caer en las garras de Al Qaeda. El tiempo se ha encargado de quitarles la razón. No esperábamos que supiesen hacer otra cosa que sufrir en silencio o inmolarse, como ya sucedió en Falluyah. Ahora, cuando los egipcios se preparan para salir a la calle a poner de nuevo en jaque al rais Mubarak, su suerte está en manos del ejército. Por suerte para ellos, esta vez Occidente ni siquiera se ha molestado en preparar a los soldados de sus dictaduras amigas para la opresión. Sólo enseñaron a sus líderes y éstos pueden hacer poco más que cortar Internet, expulsar a los corresponsales y seguir prometiendo en vano. Como sucedió en Portugal en 1974, hoy los soldados pueden negarse a cumplir órdenes y unirse al pueblo. Es la hora de la democracia para el mundo árabe y nosotros sólo podremos mirar desde lejos. Hoy marcharán un millón de egipcios y mañana nada volverá a ser igual.
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