Subterráneo

Cuando levantó la vista, todo estaba en su sitio. Los asientos, los pasajeros, las puertas abiertas del vagón y el andén al otro lado de ellas. Normal, cotidiano, anodino. El mismo escenario de cada mañana y su agónico arrastrar de pies camino del trabajo. Las puertas se cierran. Unos leen el periódico, otros escuchan la soledad desde sus auriculares. Todos evitan la mirada. El tren se pone en marcha y a través de las ventanas va viéndose pasar, cada vez a mayor velocidad, los últimos metros que separan el andén del túnel, como fotogramas pasados a cámara rápida. Otra mañana como otra cualquiera, piensa mientras analiza distraídamente a sus vecinos de vagón. A su derecha, dormita un obrero andino de aire cansado. A su izquierda, una señora devora un best-seller, levantando las solapas de su libro para evitar lectores indiscretos. Enfrente, una joven manosea nerviosa unos apuntes fotocopiados. Entre medias, una masa informe de oficinistas, dependientas, estudiantes y somnolientos en general. Un regimiento de ojerosos, el paisaje habitual del metro a las siete de la mañana. Posiblemente, el lugar menos humano que haya conocido la humanidad.

Mientas su mente se deja mecer por el traqueteo de estas divagaciones, el tren se introduce por completo en el túnel. Un parpadeo. Las ventanas sólo dejan ver la oscuridad que emanan las entrañas del subterráneo. Otro parpadeo y al abrir los ojos todo está súbitamente a oscuras. Como si el pasadizo hubiese engullido el vagón, nadie se mueve y no puede oír sonido alguno. Instintivamente, su garganta se seca. Sumido en el negro absoluto, puede percibir que ya no hay nadie a su alrededor. El tren, sin embargo, parece seguir moviéndose, cada vez más rápido. En medio del pánico, puede comprender a dónde se dirige. Poco antes de desvanecerse para siempre en el laberinto de catacumbas, su mente piensa con inesperada claridad. Acaba de recordar que nunca compró un billete de ida y vuelta.

El apagón

Al principio, eran casi imperceptibles. Un parpadeo, un momentáneo fundido a negro provocado por los devaneos de la corriente eléctrica. Tan sólo un amago de apagón, pensamos aliviados, pronto lo arreglarán. El vértigo fue aumentando cuando las bajadas de tensión empezaron a durar más de lo habitual. En poco tiempo, los trenes comenzaron a detenerse en sus túneles subterráneos, lo semáforos se quedaban ciegos y los cajeros automáticos ya no daban dinero. Por las noches, ardían los coches y los saqueadores reventaban los escaparates cada vez peor abastecidos. La niebla y los generadores de electricidad alimentados por gasolina fueron habituales. Y escasearon los generadores, la gasolina y la luz. Y después el agua. Los alimentos se pudrían en sus ex-refrigeradores. Faltó la leña y ya no volvimos a ver más coches en las calles. Sólo policías y arruinados vendedores de electrodomésticos convertidos en ambulantes. Cerraron los colegios. Cerraron los mercados. La vuelta a las cavernas.


La gente abandona a pié la ciudad y huye a buscar refugio en la montaña. Con los lobos. Esta noche, mirando el cielo desde la ventana, acabo de ver al primer avión que sobrevuela la ciudad en un año. Vuela en círculos sobre lo que queda de nosotros y abre sus tripas de acero, vomitando dos pequeños proyectiles. No sé exactamente donde han caído, porque hace mucho que el alumbrado público no ensombrece el brillo de las estrellas. Solo puedo ver el hongo, alzándose majestuoso ante nuestras ruinas, iluminando con luz propia esta última noche. Segundos antes de que me abrase la onda expansiva y la ciudad entera enferme para siempre, puedo al fin entender lo que está ocurriendo. Sin luz, no podemos funcionar, no somos útiles. Por eso, tras una reunión a puerta cerrada de la patronal, hemos sido todos despedidos.

Día uno después del exceso


Como coma un solo langostino más, peto plomos.
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