V de víspera de 2008

Este es el último post de este año y reconozco que no sé que escribir. Antes de sentarme frente al ordenador, decidido a incumplir mi promesa de alejarme del País de los Placeres Amargos aunque sólo fuese durante mi vuelta a casa por vacaciones, tenía bastante claro un borrador mental de lo que podría ser un balance del año. Sí, nenos, algo tan visto y tan superficial como un refrito de lo acontecido a un servidor a lo largo de los trescientos sesenta y cinco días precedentes, como esos programas con los que rellenan los huecos navideños de las cajas tontas y las páginas interiores de los periódicos.

Pero nunca me ha gustado nadar en la dirección que marca la corriente y tampoco he escrito la típica lista de buenos propósitos para el 2008 -dado que 2007 me enseñó, entre otras cosas, que V no puede tener un plan que no termine por joderse del todo-, así que he decidido que lo mejor que puedo hacer para finalizar el año es haceros reír. Carcomido como estoy por la resaca y con esta gracia tan escasa con la que nací, mejor será que de las risas se encargue uno de los vídeos que más feliz me ha hecho y que más carcajadas ha arrancado de la gente a la que se lo he enseñado. Algunos, incluso, me han propuesto formar una secta de seguidores de su obra. Y acepté, asi que ya me diréis que os parece. Feliz calendario nuevo, meus...





golimar, mar, mar, ...

Réquiem por una mujer


Recuerdo la primera vez que escuché su nombre, probablemente porque fue la primera mujer elegida primera ministra de la que tengo memoria. En 1988 y, nuevamente, en 1993, Benazir Bhutto consiguió algo que hasta entonces parecía utópico: una mujer al frente de un país musulmán, aún más, una mujer dirigiendo un país creado originalmente como patria espiritual para los musulmanes hindúes. El pasado 27 de diciembre, por la mañana, todos estos años de lucha por la democracia fueron desbaratados a golpe de gatillo.

La historia, como casi siempre, viene de lejos. Su padre, Zulfiqar Ali Bhutto, uno de los artífices de la independencia y fundador del Partido del Pueblo, gobernó el país hacia la modernidad durante los años setenta hasta ser depuesto y ejecutado por uno de tantos golpes militares que ha sufrido Pakistán en las últimas décadas. Demasiado occidental para los islamistas, demasiado demócrata para la cúpula cuartelera. Benazir, la hija mayor, fue encarcelada en régimen de aislamiento durante cinco años, mientras sus hermanos eran torturados y pasados por las armas. Ella se libró del pelotón –que no de la tortura- por su condición de mujer, por que representaba poca amenaza a los ojos de los generales de la dictadura tradicionalista.

Desde el exilio londinense, preparó el terreno para su venganza. En 1986, una década después del golpe de estado contra su padre, Bhutto regresó triunfante a su país, aclamada por una inmensa mayoría, que incluía tanto a los intelectuales de su Karachi natal como a los pastores nómadas del remoto norte. A su regreso, supo aprovechar la debilidad del gobierno militar, desprovisto del apoyo político y económico de EE.UU., que por aquel entonces comenzó a interesarse más en armar a los muyahidines afganos de Osama Bin Laden que luchaban contra la invasión soviética. En 1988, con sólo 35 años y una mayoría de votos aplastante, entró en el Parlamento, bella y desafiante, para ser proclamada la primera mujer musulmana en acceder al cargo de primera ministra.

En sus dos períodos de gobierno tuvo que enfrentarse a todo y a todos para evitar que Pakistán se convirtiese en un peón más de la geopolítica occidental en Oriente, pasando por encima de la élite militar, los dirigentes religiosos y las sucesivas acusaciones de corrupción que salieron a su paso. Sólo con el viejo método de la asonada militar, esta vez personalizada en el actual presidente, Pervez Musharraf, consiguieron apartarla de la lucha por la democracia y el derecho al progreso que había convertido en bandera de su causa.


Tras ocho años de desgobierno patrocinado por Occidente, Bhutto, había vuelto recientemente a su país para participar en las elecciones del próximo 8 de enero. En el intervalo de su ausencia, Pakistán y su enemiga íntima, India, se han convertido en potencias nucleares con capacidad de desencadenar un conflicto a escala mundial. Musharraf, aliado de Occidente en la “guerra contra el terrorismo” que asola el vecino Afganistán, ha recibido carta blanca para desgobernar su terruño mientras siga aportando bases, materiales y traductores a la esteril campaña antitalibán. Mientras, en su patio trasero, el dictadorzuelo aupado a hombros militares se sirve de esos mismos talibanes como brazo armado para frenar cualquier intento de apertura democrática.

Es por ello que, al poco de regresar del exilio londinense, un atentado suicida dirigido contra su persona provocó más de ciento cuarenta muertos. Ella salió ilesa y su imagen consolando a las viudas y los huérfanos recorrió el mundo, atronando las conciencias de aquellos que permiten el terrorismo islámico en su país mientras lo combaten en el país vecino. Fue demasiado. El pasado 27 de enero, un joven militante de Al Qaeda se le acercó al término de un mitin, le disparó al cuello e hizo detonar la carga explosiva que llevaba adherida al cuerpo. Bhutto y veinte inocentes más murieron ante la pasividad del gobierno y los militares.

Tras el atentado, sus partidarios y las fuerzas de seguridad se enfrentan en las calles. Musharraf, culpable o cuanto menos cómplice, ha dado orden de disparar a matar a los manifestantes. La tensión sube mientras se crispa el dedo que pende sobre el botón nuclear. Descansa en paz Benazir Bhutto, mientras con ella muere también la esperanza de que Pakistán deje de morderse a sí mismo. Ha muerto una mujer y, con ella, lo poco que quedaba de la inocencia de todo un país. Réquiem por Pakistán.

Publicado en Carne Cruda, de Magazine Siglo XXI, en su edición de Enero.

fechado por feiras

Después de mil y una cenas de navidad, despedidas, llegadas y demás jolgorios sociales, me encuentro en estado de retiro espiritual contemplativo en el que no me dedico más que a comer hasta reventar, salir de fiesta y dormir hasta el mediodía. Desde mi esquina de la península, la vida se ve pasar más lento, tanto que a veces hasta ahoga en su letárgica cadencia. Dedicado apenas a mis quehaceres del máster y a atender mis descuidada vida social auriense, pudiera parecer que me sobra el tiempo, pero no es así. Al grano. Hasta el siete de enero no me busquéis en estos lares, el que quiera saber de mí que me busque en el flog o que tire de móvil. Eso sí, prometo volver con fuerza y nuevas herramientas (ando cortejando una Nikon D-80 para volver a ver la vida desde un objetivo). Hasta entonces, feliciano y a gozar, que el mundo se acaba...


Angustia, por Amaia Arrazola

Palabras traducidas en esbozos. Historias escritas y dibujadas a dos manos. Divagaciones que adquieren dimensión a base del trazo en blanco y negro. Imágenes expresadas a través de dos miradas distintas que coinciden en una misma trayectoria. Te lo debía, como mi dibujante de cabecera. Seguiré dejando que me mangues guiones mientras sigas dispuesta a pasarlos a tinta.




Uno entre tantos

Ya no estoy muy seguro de saber quien soy, hay demasiados “yos”. Manan de mí como fantasmas, escabulléndose para cometer actos de los que puedo o no hacerme responsable. No sé por donde empezar. Tan sólo con aflojar un centímetro la delgada tela de araña que nos une, puedo sentir sus voces susurrándome impertinencias al oído. Como un suicida se deja ir hacia el vacío, dejo que mis pasos se pierdan en mi jardín privado de flores del mal.

Al segundo de bajar la guardia, mil puños se alzan de la nada para tomar el timón de esta nave desgobernada. Sus caminos son tortuosos y me guían por paisajes mórbidos. Me empujan irremediablemente hacia precipicios y filos de navaja, me trasportan a absurdos oníricos, intentan convencerme de que todo está en mi contra, golpean mis nudillos contra las paredes y se beben mi peor whisky. Siento su aliento frío en mi cogote, manos heladas que acarician el filo de mi espalda, pisadas en el tejado. Me arrastran a lo que no quiero o no me atrevo a hacer, llevándome cuesta abajo en la mayor de las espirales descendentes, al mismo tiempo que susurran en mi oído las viejas historias que logran salvarme de la locura. La seductora sombra de la autodestrucción junto a la búsqueda interminable de paz. Unos me persiguen, otros huyen de mí. Algunos son tan sólo recuerdos, retazos del pasado que vuelven para atormentarme con viejos reproches que creí haber amputado de mi memoria mucho atrás.

Todos desfilan ante mí, representando su propio papel en este delirio lúcido de sentirme tan extraño de mí mismo, disuelto en mil pedazos de materia que parecen desear con todas sus fuerzas no permanecer unidos. Existen, sin embargo, algunos que me embriagan, sumergiéndome en efímeros paraísos artificiales, poseyendo mi mano para escribir con mi propia sangre relatos imposibles, haciendo volar mi mente en mil direcciones opuestas. A veces, incluso, me han ofrecido refugio para pasar la tormenta. Porque a veces, y sólo a veces, todos mis avatares se unen para mantener en pie la tela de araña que nos mantiene unidos. Unidos por una melancolía sin nombre ni rostro, mis múltiples versiones y yo nos seguimos reuniendo cada amanecer, sosteniéndonos la mirada, intentando el equilibrio imposible de un puzzle con demasiadas piezas que no encajan.

Al final del día, mis otros y yo nos encontramos para que puedan continuar perturbando mi mente con sus juegos privados, envenenando mis sueños y entreteniendo mis desvelos. Encaramados al cabecero de mi cama, dormimos con los ojos abiertos para ver de cerca el abismo. Ahora mismo, acabo de reconciliarme con uno de ellos. Uno entre tantos.

Dirección contraria

Sigue haciendo ese tiempo de perros. Las calles llevan horas medio vacías y falta poco para que salga el sol. Apenas recién despierto, no entiende por qué le han llamado tan temprano del trabajo. Tampoco entiende que ha podido pasar en la M-30. Algo suficientemente grave como para despertar a un juez para levantar un cadáver.

Hay muchos coches de policía y ambulancias detenidos en el arcén de la carretera. Nada más llegar, el comisario Gutiérrez se interpone en su camino. Mira al suelo mientras posa su mano en el hombro del juez. Carraspea. Le habla de un conductor suicida que ha provocado un choque múltiple con varios muertos.


Tarda un minuto en asimilar que su hermano está aplastado bajo la chatarra humeante. Dos minutos apenas en levantar el cadáver de su hermano y el del conductor suicida. De fondo, el comisario intenta consolarle, aunque sabe que le da igual. Según él, no fue más que mala suerte. Se ofrece a llevarle a casa para que duerma un poco. El juez accede, sólo tras hacerse con las llaves él mismo y ponerse al volante.


La M-30
empieza a llenarse con los primeros madrugadores. Apenas ha salido el sol, pero ya son muchos. El comisario sigue molestándole con su charla vacía, intentando evitar el incomodo silencio que acompaña a toda charla de velatorio. La cabeza le va a estallar y, sin embargo, lo está viendo más claro que nunca. Él es el juez, el que decide del lado de quien está la verdad. A quien corresponde el castigo.

Pasa de largo la salida hacia su casa y toma un cambio de sentido. Un volantazo más y ya está dando tumbos en dirección contraria, conduciendo a toda velocidad hacia los coches que intentan esquivarle. Ahora mismo, mientras el aterrado comisario le apunta con una pistola en la sien, el juez sabe que está haciendo justicia.


Limpieza de otoño

Derrumbado sobre la mesa, a duras penas erguido sobre un bolígrafo clavado en una cuartilla. Insomnio envuelto en tinta. Muerden los perros la boca de mi estómago mientras un demonio anida en mis pensamientos. Mi viejo demonio dedica su tiempo a joderme la cabeza con su juego de medias verdades, envenenando mis sueños de vigilia. Juguemos a mentir, propone. Intento esquivar su envite, apartar la mente de ese goteo incesante que termina irremediablemente por quebrar la roca.

Hay mentiras blancas y mentiras negras, dice, y, evidentemente, también existen tantas gamas de grises como excusas acudan a tu lengua para negar lo evidente. Algunas parecen justificables, otras se ofrecen como la única salida; mentiras, en definitiva, que ahorran el dolor con la fría eficacia de una cuchilla. Mira a tu alrededor, prosigue, todos mienten, todos agachan sus cabezas tras una máscara que les ahorre la vergüenza de asumir en lo que se han convertido. La mentira es como las navajas, más eficaz cuanto más corta sea la distancia, así que asume, amigo mío, añadió sarcástico, que nadie te mentirá tanto como tú mismo.

Aparto su voz de mi mente, alejándome de la espesa atmósfera en la que me sumergen sus delirios. Enciendo una antorcha, que alimente al dragón que duerme en mis entrañas, aletargado en mis desvaríos. Afuera es tan tarde que es casi temprano y el frío se cuela por las rendijas de la ventana. Frente al espejo, mi reflejo se esfuerza en darle la razón a mi viejo amigo, ya no queda nada más que hacer que asumir la cruda inercia de esta tragicomedia sórdida en el que vivimos. Fundido a negro. De súpeto, unha faísca fai prender un lume antergo. Una chispa. Ante mis ojos, la cálida perspectiva de la redención. Como en el final de Weeds, me aferraré al ejemplo pirómano de Nancy Botwin.
El consuelo del fénix, la resurrección de lo viejo purificado por las llamas. Los sofisticados argumentos de mi viejo demonio pueden vencer mi nihilismo en horas bajas, pero sucumben ante una buena dosis de fuego, que se lleve este poso amargo y cauterice las heridas a medio cerrar. Hojas escritas, fotos, billetes de autobús, esbozos en servilletas de papel, pequeños recuerdos, lastre que ya no vale más que como alimento de mi pira de salvación. Pira sin duelo ni luto. Una buena hoguera ante la que danzar, mientras el cielo recoge mi ofrenda de humo y mi demonio decide darme por perdido. Cada llama es un lenguetazo de destrucción y, a la vez, un golpe de palpitante esperanza de renacer de la brasa incandescente. Voy a salir a prenderle fuego a la calle, a reducir a cenizas nuestra cotidiana miseria colectiva. Cenizas y humo siempre es mejor que mentiras y culpa, dice mi viejo amigo, mientras me guiña un ojo y me pasa disimuladamente una caja de cerillas.

Cuando me despierto, aún sostenido por el bolígrafo, hay una hoja pintarrajeada por las dos caras bajo mi mano. El sol ya ha salido y, tras la noche, mi mente parece aclarar su oblicua perspectiva. Voy a bajar a desayunar algo. Hay un brillo diferente sobre mis ojeras y una quemadura reciente en mi mano izquierda. Adentro me siento ligero, mientras el dragón se despereza en mi interior, exigiéndome algo de acción. Liberado por el fuego, mi pasado ya no se divisa en el espejo retrovisor. Voy a bajar a celebrar que lo he reducido todo a cenizas y mi conciencia pesa tan poco que siento que puedo volar. Y si no, es que aún sigo delirando. Nadie notará la diferencia.

"Voy a empaparme en gasolina una vez más,
voy a rasparme a ver si prendo
y recorrer de punta a punta la ciudad
quemando nuestros malos sueños"

El nahual


Nadie sabe que edad tiene, habría que serrarlo como un tronco para contar por décadas sus anillos. Nunca le enseñaron a leer. Si sabe, que nunca tal cosa ha dicho, aprendió por su cuenta. Nunca temió al escorpión, al buitre o a la noche. Ninguna anciana se acercó a su lecho para leer su suerte en las estrellas sobre el desierto, no hacía falta. Cuando abrió los ojos, ya lo sabía. Como casi todo, lo fue viendo venir con su gesto hierático de total indiferencia. Como cualquier fuerza de la naturaleza.
Nadie le explicó jamás lo que estaba a punto de conocer, la hiriente lucidez, los delirios, los sonidos líquidos desperramándose sobre lienzos imposibles, la voz arcana del coyote y el puma, la amarga saliva del hongo, el absurdo duermevela en que la realidad se transmuta cuando dejamos de mirarla con los ojos. Nadie le avisó de a cuantos tendría que asistir en este trance, arropados por su presencia, paradójicamente cálida para alguien que nunca habla ni mira a los ojos de la gente común. Ya no recuerda a cuantos ha tenido que apaciguar, exhaustos tras haberse encontrado con lo inabarcable, arrullados hasta el alba por cánticos rítmicos en una lengua que ya no se habla entre vivos.
El desierto, las serpientes, los jaguares, cada miserable brizna de hierba forma parte de una unidad que sólo él conoce y sólo él puede entender. Todo a su alrededor habla por su lengua, ungida por los dioses que habitan el cactus de la locura. Por eso todos le escuchan y nadie le hace preguntas. Porque todos, cuando él les mira, saben que él es el nahual.
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