Corea del Norte presume de campos de concentración


Esta mañana, Occidente desayuna con la noticia de que Corea del Norte es visible a través de Google Maps por primera vez desde su creación. Hasta ahora, el régimen de los Kim formaba una enigmática mancha blanca en el mapamundi online por antonomasia, dejándonos con ganas de saber qué se escondía tras el velo del "paraíso juche". Para conocer la realidad norcoreana, nos teníamos que conformar hasta ahora con algún documental grabado con cámara oculta o, en caso de vivir en la península ibérica, se podía negociar un viaje "guiado" al país, previo pago de varios miles de euros al aristócrata catalán Cao de Benós, el autoproclamado embajador oficioso de Pyongyang en Europa Occidental.

Desde esta mañana, todo está a la vista. Recorriendo el mapa sin necesidad de forzar demasiado el zoom, se pueden divisar las carreteras, las ciudades, los accidentes geográficos y también cuatro sospechosas manchas grises, más grandes en tamaño que la ciudad de Pyongyang, la mayor del país. Ampliando la imagen, descubrimos en el mapa la leyenda que nos desvela qué es lo que estamos viendo: los temidos gulags de "reeducación". Dos de ellos se sitúan en el centro del país, el número 18, llamado Bukchang, y el de Yodok, cercano a las factorías de las ciudades de Hamhumg y Hungnam. Al norte, junto a las fronteras de China y Rusia, está el campo de Hwasong, el mayor conocido hasta el momento en el hermético país estalinista, y el número 22, Hoeryong. Haciendo zoom en este último "lager", vemos que incluye al menos tres núcleos de población en su interior, y mirando aún más de cerca, los letreros nos anuncian los barracones para prisioneros, la zona donde cortar y apilar leña, la mina de carbón, los depósitos y las oficinas de seguridad. Todo a la vista de todos, como si a nadie pareciese aberrante la existencia de campos de concentración. Eso sí, nada nuevo para los servicios de inteligencia internacionales, que manejan desde hace años la cartografía ignominiosa de los gulags norcoreanos gracias a prisioneros huidos y satélites espía.

El "milagro" de la apertura de Corea del Norte a Google no se debe tanto a su nuevo líder, Kim Jong-un, como al viaje a este país del presidente del buscador, Eric Schmidt, la pasada semana, una visita que la Casa Blanca no dudó en calificar de inapropiada. No sabemos qué sucedió durante esa visita para que Pyongyang decidiera romper su codiciado hermetismo, el caso es que nada de este leve aperturismo repercutirá en los norcoreanos, que no podrán ver su país en el mapa por la sencilla razón de que la intranet tolerada por el gobiernono permite visitar Google. Recordemos que Corea del Norte es un país diezmado por la hambruna y el aislamiento, un país en el que uno de cada cuatro ciudadanos forma parte del cuarto ejército más numeroso del mundo, uno de cada tres ha sido arrestado alguna vez, uno de cada cuarenta está actualmente preso y uno de cada cinco reconoce que alguno de sus familiares directos ha muerto de hambre. Un país todavía en guerra con su vecino del Sur desde hace casi sesenta años, algo que no conviene olvidar, un Sur gobernado hoy día por la hija del antiguo dictador Park Chung-hee.

 
Este movimiento parece dibujar un trazo más en la errática trayectoria de Kim Jong-un, un jefe de estado de edad inciertamente fechada entre los veinte y los treinta, recién casado y, desde principios de año, padre primerizo. Desde que comenzó su andadura como Querido Líder -título pomposo de rimbombancia irónica para un sátrapa enloquecido, como lo fueron el de su padre y su abuelo-, Kim Jong-un ha propuesto reformas económicas al estilo chino para frenar la carestía crónica de su pueblo, al tiempo que ha sucumbido al estilo alucinado y mesiánico de su padre, forzando la construcción de un mural que comenmora su ascenso al poder de más de medio kilómetro de largo, tan grande que sólo lo ven los satélites. Siguiendo su estilo ciclotímico, mimó durante un tiempo a los comandantes de su padre, para acabar haciéndoles renunciar o desaparecer. Moderó durante un tiempo el lenguaje hacia Corea del Sur y Occidente y llegó a hablar de reconciliación y reunificación en su mensaje de fin de año, hasta que Naciones Unidas aprobó reforzar las sanciones contra el régimen. 

Esta misma semana, un Kim desconocido hasta ahora ha amenazado con represalias a EEUU, Seúl y a toda la ONU. En manos de este impredecible joven está el botón nuclear y las vidas de más de veinticuatro millones de norcoreanos. Ahora, el régimen exhibe sus campos de exterminio, donde abundan las torturas, los experimientos aberrantes, los abortos forzados y la barbarie psicológica, con una desvergüenza desconocida hasta ahora. Incluso Hitler y Stalin se avergonzaban de sus propios lagers. Incluso la tiranía china, que desde las potencias occidentales se ve con aprobación por su pujanza económica y con envidia por su carencia de derechos laborales, se ha molestado en esconder o camuflar sus campos de concentración de la mirada de Google Maps. Será que en Pyongyang, a fuerza de aislarse, los mandamases han olvidado lo que pasa cuando los tiranos se confian, una lección que Kim Jong-un podría haber aprendido de viejos amigos de su padre como Gaddafi o Mubarak.

Políticos y terroristas


Ayer, un grupo de manifestantes irrumpió en una conferencia en la que participaba el ministro de Cultura, José Ignacio Wert, para denunciar los recortes emprendidos en educación. Wert, como era de esperar, empleó la palabra terrorismo para criticar a los que le interrumpieron y apeló a la libertad de expresión para zafarse de sus críticos. Siguiendo el mismo guión, la consejera de educación del gobierno aragonés, Dolores Serrat, ha denunciado por acoso a los manifestantes de la Marea Verde de Zaragoza. ¿Su delito? Montar una torre de tuppers en su calle, denunciando la política de becas de comedor. 


Los políticos son una especie cínica, de la familia de los chivatos, los palmeros, los topos y los piscineros. Por eso, gritan agresión cada vez que alguien les afea su conducta porque, claro, los pobres no están acostumbrados a que nadie les tosa. Sólo hablan de libertad y de derechos civiles cuando se les amenaza con el código penal. Últimamente, llego a la misma conclusión en múltiples conversaciones; en este país tenemos un problema de corrupción tan grande porque los representantes políticos no tienen miedo a las represalias de sus actos. Los defraudadores no temen al fisco, los prevaricadores no se esconden de los jueces, los imputados pervierten las leyes y los ventajistas hacen ostentación de sus chanchullos. 


El ejemplo más reciente de impunidad desvergonzada es el del exconsejero madrileño de sanidad, Juan José Güemes, que dirige la empresa privada a la que se acaba de adjudicar el servicio que él mismo privatizó cuando ejercía su función pública. Sabe que puede hacerlo y que no habrá consecuencias de ningún tipo, como tampoco las habrá para los expresidentes y exministros enrolados en las antiguas empresas públicas que ellos mismos privatizaron. Puede que durante días Güemes sufra el escarnio público, al igual que su mujer cuando gritó su famoso "que se jodan" o cada vez que su suegro gana la lotería, pero sabe que las represalias no pasarán de ahí. Y ese es precisamente el problema, nadie persigue el expolio de lo común que está llevando a cabo la generación más mediocre y avariciosa de la política estatal. Ya que sus señorías han demostrado repetidas veces no tener vergüenza ni conciencia, al menos deberían tener miedo a las consecuencias de sus actos. 


Ayer, dos desconocidos dispararon contra la sede del partido que gobierna Grecia con fusiles de asalto. Como todas las desgracias que sufren los países traicioneramente rescatados terminan siempre llegando a nuestras costas, ésta tampoco será una excepción. La rabia que nace de la impunidad de quien se enriquece ilícitamente, de quien ha hecho fortuna llevándonos a la ruina, de quien es insensible al dolor y al hambre que provoca, terminará por volverse en su contra más temprano que tarde. Y cuando llegue ese momento, gritar terrorismo no les servirá para librarse. ¿Quién es el terrorista? ¿Quiénes son los culpables?

Hoy se cumple un año de la muerte de Fraga y en su memoria, descubrirán un busto en el Senado ensalzando su labor como padre de la democracia. Para que no se olvide quién fue el señor exministro, nada mejor que las palabras que escuchamos hace un año.


Belfast reinicia el proceso de autodestrucción



El otro día, un amigo que conoce el terreno me dio la voz de alarma. Belfast vuelve a estar en pie de guerra desde hace más de un mes y los medios españoles han obviado cualquier información al respecto o lo han tratado de manera distante, sin comprender porqué vuelve a haber barricadas en las calles, pintadas amenazantes y tiroteos esporádicos. Hace dos semanas, cinco parlamentarios recibieron en sus domicilios un sobre con una bala en su interior. Desde los sangrientos años sesenta, todo norirlandés, republicano o unionista, sabe perfectamente lo que implica una carta como esta, una última advertencia del que exige tu silencio o tu exilio a cambio de no enviarte otra bala por medios más expeditivos. La retirada de la bandera británica de la fachada del ayuntamiento de Belfast es el motivo de este flashback desde los años de plomo. 


El pasado 3 de diciembre, el Consejo de la Ciudad decidió por votación que la Union Jack dejase de ondear en el edificio salvo en días señalados, tras más de un siglo de presencia ininterrumpida, gracias a la mayoría de votos con la que cuentan los partidos proirlandeses sobre los probritánicos. Tal decisión ha provocado un estallido de violencia unionista, centrado en la policía autonómica y en los representantes del Sinn Fein y los aconfesionales del Alliance Party, que hasta el momento ha dejado más de sesenta policías heridos y cien detenidos en los disturbios, entre ellos un pequeño energúmeno de apenas once años. 


Hoy, por ejemplo, sí ondea la bandera británica en el consistorio local, debido al cumpleaños de Kate, la esposa del príncipe. Al igual que en la jornada de hoy, otras dieciseis fechas han sido consideradas dignas de ondear la Union Jack, todas ellas vinculadas a la monarquía británica, tal y como sucede en cualquier condado de Sussex o las Highlands. Hasta la votación del 3 de diciembre, el de Belfast era el único ayuntamiento de todo el Reino Unido en el que la bandera ondeaba todos los días del año, reflejando una mentalidad de conflicto, de ocupación frente a resistencia, más propia de los tiempos previos a los acuerdos de Viernes Santo que pusieron fin a la guerra entre el IRA y el ejército de la Reina. 


Si bien la sociedad civil ha avanzado y se ha cohesionado sin precedentes en los últimos quince años, la minoría probritánica no parece haber asumido la pérdida de su hegemonía. Como sucede con otros movimientos unionistas, los lealistas se sienten defraudados por la paz y agraviados por un nuevo statu quo en el que han perdido una supremacía que consideraban garantizada por la corona y por las armas. Su mayor grupo paramilitar, el Ulster Defence Association, también firmó un alto el fuego como el del IRA, que levantó una fuerte polémica y generó la escisión de grupos radicalizados. Son esos grupúsculos los que agitan ahora las protestas en las calles de Belfast, azuzados por la pérdida de la mayoría protestante al frente del ayuntamiento y por el fuerte incremento de la pobreza en la zona. 


En Belfast, más de ochenta muros y alambradas militarizadas separan a la población según su fidelidad a Londres o a Dublín. Pese a que los protestantes son mayoría demográfica y política en el norte de Irlanda, debido a más de doscientos años de oleadas de colonos ingleses y escoceses, a esta comunidad le invade la sensación de pérdida de terreno constante frente al "enemigo" ancestral. En las protestas de los últimos días, menores de diez y once años se codean en los disturbios con veteranos de la guerra sucia y de los Troubles. Su reclamación es sencilla y no dudan en apelar al victimismo y a la violencia para reforzarla. El extremismo de estos unionistas corre el riesgo de iniciar de nuevo la espiral de violencia, dando nueva munición a los aislados disidentes del IRA. 


Todo este caldo de cultivo culminará el sábado con una gran protesta, en principio pacífica, ante el consistorio de Belfast. Antes y después de esta protesta, ambos lados deberían centrarse en desarmar una bomba que sus representantes políticos se encargan de cebar día a día. Más allá del debate sobre la presencia de la bandera, el gobierno autonómico y ambas comunidades carecen de políticas e iniciativas que refuercen o incluso inicien la reconciliación. La creciente falta de oportunidades laborales, unida al desarraigo de la juventud y al deterioro de los barrios populares, son los auténticos problemas que afectan a la sociedad del norte de Irlanda. Llegará un momento en el que el conflicto madure de tal manera que permita reformular la presencia del Ulster dentro del Reino Unido o plantear la unidad de toda Irlanda bajo un único gobierno. 


Mientras tanto, el progreso se consigue con pies de plomo, como la retirada de la bandera, reinstaurando cierta normalidad que permita que los enemigos vivan juntos, aunque aprendiendo a no cruzarse y a evitar gestos autodestructivos, como las marchas orangistas en los barrios católicos de cada verano o los atentados de disidentes contra la policía. Hasta entonces, sólo queda esperar que las armas continúen su silencio otros quince años mientras la sociedad decide a dónde quiere avanzar sin violencia.
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