Muerte de un fotógrafo

El valor de la vida de un informador en conflicto, según un viejo aforismo de la profesión, vale tanto como rápidas sean sus piernas. En estos tiempos de globalidad forzada, a veces sobran ojos y oídos que transmitan al mundo determinadas verdades incómodas. En las calles de Rangún, a las puertas del Hotel Trader, yace otra verdad incómoda mientras el mundo mira a otra parte.


El fotógrafo freelance japonés Kenji Nagai, de cincuenta y dos años, destacado por la Agencia France Press en la capital birmana, Rangún, ha sido asesinado por el ejército de la Junta Militar durante la represión de las protestas contra la dictadura y la crisis económica. Ante la cámara de otro fotógrafo, Nagai aparece herido en el suelo, intentando captar alguna imagen más de la brutal refriega organizada por los militares contra las protestas pacíficas. Dichas protestas, iniciadas el lunes por los monjes bonzos, aglutinan a una buena proporción de la población birmana, asfixiada por el clima de corruptela y miseria económica que ha impuesto la Junta Militar.

Los monjes, los militantes opositores, los estudiantes, los campesinos, los sin tierra, todos en la calle. Al otro lado, el ejército y la policía antidisturbios. Para evitar que esta sangría tenga testigos, el generalísimo Than Sweh ha optado por cortar las comunicaciones con el extranjero, encerrar y torturar a los monjes en sus monasterios, pedir el apoyo de China -su único aliado y único cliente de exportación e importación- para evitar una intervención de la ONU y eliminar a todos los informadores, ya sea expulsándolos a la vecina Thailandia o rematándolos con ráfagas de metralleta como a Kenji Nagai. Las cifras oficiales hablan de quince muertos, mientras la oposición atesora pruebas que confirman las descomunales dimensiones de la guerra sucia de los militares, que han comenzado a esconder centenares de cadáveres recientes en fosas de los alrededores de Rangún y Mandalay. La rebelión pacífica ha sido contestada con armas de fuego y machetes. La imagen de la calle recién limpiada por los pistoleros, un desierto plagado de sandalias, es suficientemente elocuente.


Con este ya son ciento treinta y un periodistas muertos en lo que va de año y más de mil doscientos periodistas en la última década. Informadores anónimos. Profesionales como Anna Politovskaya, asesinada por hacer demasiadas preguntas sobre el régimen autocrático de Vladimir Pútin, o José Couso, ajusticiado por un tanque americano para silenciar la ocupación de Irak, o cualquiera de los compañeros caídos en el cumplimiento de su trabajo en Colombia, Bangladesh, México, Pakistán, Marruecos, Palestina o Bagdad. Los observadores críticos son molestos para aquellos que tienen demasiados muertos debajo de la alfombra, pero son la única garantía de que la ciudadanía sepa que sucede en los lugares que intentan esconder de la opinión pública. Demasiados héroes caídos en nombre de la libre información.


Publicado en Carne Cruda, de Magazine Siglo XXI, edición de Octubre

Sagasta 20

Todavía quedan lugares que, por muy pisados y transitados que estén, aparecen vírgenes a la mirada de la persona adecuada, quien ya ha interpretado las mejores líneas de su papel en ese escenario. Recuerdos encerrados en unas coordenadas que sólo tienen significado para quien sabe leerlas. Tan sólo un momento ocasional, un lugar común que, revisitado tiempo después, sabe ofrecer guiños de complicidad. Ironías que te recuerdan que, en esta tragicomedia absurda, todavía existen rincones -portales, bancos de plaza, césped de parque, aquel bar- en los que todo da comienzo, alumbrando momentos que hacen encajar el resto de las piezas.

Por esas pausas a media tarde, ese comienzo, un paseo tiempo después y el taxi a las 5 de la mañana que se nos apareció justo en la misma puerta.

Breve apunte


Llegó el cuarto de siglo, de la mano de un medio año asomado al umbral de todas las efemérides. Nueve mil ciento veinticinco días. ¿Empiezan a pesar las espaldas o es sólo el poso vital? Acelera su rítmico desgranar de horas, desapareciendo entre mis dedos como si fuese niebla. Búscame en las alturas, intentando detener el curso de la marea. Podemos volver a empezar de nuevo como si no hubiese veinticinco años detrás, o medio año en seis hojas de calendario de lastre. No soy fácil, pero tampoco soy predecible, así que vamos juntos en busca de ese lugar entre ambas orillas donde se encienden nuestras alarmas. Clavaré mis dientes en el filo de tu garganta, susurrandote impertinencias hasta que te atrevas a pedírmelo educadamente. Esta vez, no soy el único que no va a rendirse sin pelear.

El ataque de los calzoncillos blasfemos

Dinamarca, al norte de Europa y cada vez más lejos de la gracia de Dios, vuelve a destacar en una polémica de marcado cuño religioso. Después del caso de las viñetas que caricaturizaban a Mahoma como un terrorista suicida -para quien no lo recuerde-, el país escandinavo vuelve a dar que hablar en púlpitos y minaretes. La agencia de publicidad & Co acaba de lanzar una campaña muy discretita para JBS, una marca danesa de ropa interior masculina. La imagen estrella de esta campaña es la imagen que representa a una monja lúbrica y semidesnuda poseída por los súcubos y por la seductor fragancia de los calzoncillos de marras.


Bendita Dinamarca, sin cadena COPE, sin Legionarios de Cristo, sin pelos en la lengua ante tanto meapilas. Acompañando a una enfermera, una asistenta y una secretaria -quizás, un poco tópica la elección de iconos sexuales-, una monja ardiente y despendolada que ha dejado los santos inciensos para dedicarse en cuerpo y alma a esnifar testosterona.


En un mundo sobrestimulado y ávido de carnaza, esta campaña no supone ninguna novedad, salvo por el hecho de que rompe un tabú atávico que carece ya de sentido. Al que no le guste, que no mire.

El pacto social, treinta años después

Se cumple en este tramo final de 2007 el trigésimo aniversario de una de las fases cruciales del proceso de transición política del totalitarismo a la monarquía parlamentaria. Hace treinta años, en 1977, la actualidad política venía marcada por la Ley de Reforma Política, que daría paso a un régimen parlamentario homologable con cualquier otro del entorno y que favoreció un clima de entendimiento social que hoy parece imposible mantener.

Durante ese año, la balanza política estaba marcada por una enorme inestabilidad en la calle, pese a los llamamientos a la calma y al “cambio tranquilo y sin rupturas” que propugnaban los reformistas del dictadura, con el presidente Suárez a la cabeza. Por una parte, las Fuerzas Armadas, los altos estamentos eclesiales y las viejas familias del Régimen veían como el poder autocrático que tan acostumbrados estaban a manejar a su antojo les era arrebatado poco a poco, eso sí, con buenas palabras y promesas firmes de que ninguna democracia futura en este país les pediría responsabilidades por cuarenta años de ignominia.

Por el otro, las organizaciones armadas de la izquierda buscaban desestabilizar la reforma pactada en los despachos, sirviendo a veces más como freno de las libertades que decían defender, con el único fin de forzar las contradicciones del proceso y dar al traste con cualquier cambio que no fuese una ruptura, aunque ello supusiese una involución. Tales posturas, sospechosas para el conjunto de la izquierda –hay quien afirma que el GRAPO no fue más que un grupo parafascista a sueldo del CESED, el CNI de la época, lo que explicaría la estupidez de algunos de sus integrantes, véase el indocumentado historietista Pio Moa- supusieron un freno efectivo para ciertas reformas pendientes, como el debate monarquía-república, la configuración federal y plurinacional del estado o el enjuiciamiento de los responsables de la Dictadura.

Pese a las presiones, se consiguió instaurar tanto en la sociedad como en la clase política un clima de acercamiento, de reconciliación y unidad, basado en la idea de ceder para lograr una meta mayor como suponía la consecución de una democracia estable en el Estado Español, algo inaudito desde el lejano 1936. Tras la experiencia traumática de la matanza de Atocha, en enero de 1977 y la legalización del Partido Comunista en Semana Santa, ese mismo verano tuvieron lugar las primeras elecciones libres de la nueva etapa, que arrojaron un triunfo de los centristas de Suárez, seguidos de cerca por los socialdemócratas del PSOE. Los grandes derrotados fueron el PCE, fagocitado por unos socialistas empeñados en dar una imagen política irreal -¿recuerdan a Solana vestido de hippy gritando aquello de “OTAN no, bases fuera”- y la Alianza Popular de Fraga, perseguida por un sospechoso tufillo a viejo.

Visto que la gente quería moderación, el proceso político avanzó siguiendo esa pauta. Para cristalizar esta idea de unidad social a favor de la democracia, surgió un gancho efectivo, el llamado “Pacto Social”. Dicho proceso se concretó en dos frentes, la derecha perdió el poder autocrático sin violencia, mientras la izquierda renunció a Marx, a la República como sistema político, a cualquier posibilidad de cambio social en profundidad y a ver sentados en el banquillo de acusados a tantos asesinos, torturadores y pistoleros que engendró el fascismo entronizado. En pocas palabras, el pacto social significó una renuncia mutua para construir una idea común, plasmada en político en los célebres Pactos de la Moncloa. Una idea común que ahora se resquebraja.

Treinta años después, este proceso suena muy lejano, pero la idea de pacto social me vuelve a la imaginación cada vez que acerco la nariz a la sección nacional de cualquiera de nuestros periódicos. Ese espíritu de unidad ha sido violado y corrompido tantas veces con fines partidistas que ya es imposible creérselo, con tanto llamamiento contra la ruptura de la “unidad de España”, tanta acusación mutua de guerracivilismo y la absoluta pérdida del decoro y el respeto como arma política.

Este país se levanta cada mañana con los rebuznos fascistoides de un señor subido a lomos de obispos y arzobispos, que, armado con el insulto y la calumnia, llama cada amanecer a una nueva Cruzada del odio. En nuestro parlamento, el gobierno supuestamente progresista dicta medidas de capitalismo liberal a ultranza, mientras la oposición se entretiene difundiendo descabelladas conspiraciones e indigestándose con la hiel de su derrota. En la calle, aunque menos de lo que se pretende, ha cundido una pésima imagen de crispación y enfrentamiento en el que nadie parece tener razón.

Hoy, cuando empieza a agotarse 2007, es necesario que todos, principalmente la clase política y sus palmeros mediáticos, echemos la vista atrás. La Transición española no fue ejemplar, quedaron demasiados temas en el tintero y otros fueron silenciados, pero supo prender en la conciencia de la gente de a pie un sentimiento de comunidad sin precedentes. Hoy se hace evidente que tenemos mucho que aprender del pasado, y aunque la memoria histórica no sea nuestro fuerte, deberíamos saber las consecuencias que supone el error de trazar, una vez más, una línea que nos divide en dos Españas que sólo saben odiarse.

Publicado en Carne Cruda, de Magazine Siglo XXI, edición de Septiembre
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