El último noviembre amargo

Se cotiza alto mi tiempo últimamente. No por que nadie dé un duro por él, sino por la tiranía del horario y las exigencias del sueño y la salud. Este es un noviembre atípico, sin el carácterístico arrastrar de pies y los días lánguidos que suelen destilar mis meses número once. Pero ni canto victoria ni exhibo lo apretado de mi agenda como excusa. Sólo aviso que he vuelto y eso es suficiente. En mi ausencia he aprendido idiomas, he perfeccionado el arte de esquivar balas y he redibujado caminos sobre brasa incandescente. Incluso he tenido tiempo de escaparme al Mediterráneo a conocer el Borne con los incondicionales. Nadie me esperaba a la vuelta y con nadie me he ido a pasear hasta hace un rato, y en ambos casos ha sido lo mejor que podía pasar. Es bueno de vez en cuando recordarse a uno mismo qué se está persiguiendo en este viaje hacia adelante. Y en plena calle, a la hora más inhóspita y rodeado de atareados extraños, he recordado mi antiguo pacto con Epicuro. Todo lo que me sucede, lo hace porque me apetece, para mi placer y divertimento. En este pequeño mundo amargo, soy narrador, público agradecido y blanco de las cámaras. Y quien me rodea, sabe bien como tratar con ello o queda atrás al doblar la primera curva. Si no, no serían incondicionales. Y así, sin pedir permiso ni esperar un momento que no llega, soy feliz. No hay conflicto interno si todo tu cuerpo empuja en la misma dirección. No hay opresión sin aceptación de las cadenas, no hay miedo si todo es voluntario y deseado. Sonará solitario, pero en este mes inédito, no necesito nada más para seguir silbando sobre las aceras. No más noviembres amargos. Si hay una elección, la mía lleva al placer. Las vuestras, decididlas por vuestra cuenta.

El muerto vivo

Trabajar en los noticiarios nocturnos proporciona momentos impagables. Una noche cualquiera, la adrenalina periodística puede asaltar los ondas por un ejército cualquiera que echa a su presidente del país en calzoncillos o por la quiebra masiva de los bancos. En realidad, muchos de esos instantes peculiares suceden antes incluso de llegar a la redacción al filo de la medianoche o justo al salir a darse el placer amargo de vivir a contrapelo. Esas horas pueden ser escenario de bohemios vagabundeos urbanos, conversaciones fundamentales, revelaciones inconfesables, pero, como en otras lides, no todo lo que sucede a oscuras merece la pena ser contado. Algunos momentos tienen un vuelo aún más corto y, con ellos, se va cocinando la realidad cotidiana de una radio trasnochada. La soledad kafkiana del transporte público a deshora, el encuentro con el realismo social recrudecido por la crisis o el privilegio de llenar una oficina con tan sólo cuatro almas son la moneda corriente y cualquier salida de guión es bien recibida.

Acostumbrado a descifrar farragosas notas económicas mientras duermen los incautos, a veces se cuelan en el margen de la retina noticias que pueden levantarte la jornada. Hoy ha sucedido. Mientras escribía una referencia al último disco del patriarca de la rumba catalana, una de sus letras más emblemáticas saltó del surco del vinilo y se coló entre la pila de los teletipos. Un brasileño de 59 años que había sido dado por muerto en un accidente de tráfico apareció en su propio entierro después de pasar toda la noche bebiendo cachaça con sus amigos. Todo esto, además, sucedió en día de difuntos. Ademir Jorge Gonçalves, el muerto vivo, resurgió a la mañana siguiente de que sus familiares reconociesen como suyo un cadáver. Llegada la resaca, un amigo escuchó la noticia por la radio, tuvo que acudir al cementerio, más muerto que vivo, a avisar del error, dejando boquiabierto a todo el cortejo fúnebre. No estaba muerto, no. Estaba tomando cañas, lere, leré. Menos mal que aún quedan buenas noticias de la jornada.

Peret - El muerto vivo


 
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