Me había prometido no dejar pasar otro verano sin volver al Atlántico, al océano que aún encierra parte e mis mejores recuerdos de infancia y adolescencia. Reconozco que tenía miedo. Miedo de que nada fuese como lo recordaba, miedo al retorno a una familia que apenas reconozco, miedo de un lugar que rehuyo incoscientemente desde hace casi tres años. Me armé de valor (sé bien a quién agradecerselo) y decidí huir en modo suicida: llegué a Pontevedra en la madruada del sábado para regresar a lo largo del domingo, apenas 36 horas.
Me alegro de haber podido afrontar lo que más temía y, pese a no ser una estancia especialmente agradable, he podido hacer lo que deseaba. Baño gélido en Silgar, cigarros en la terraza al rumor de la marea mientras la luna juega a reflejarse en la ría, reencuentro memorable con los viejos amigos estivales, borrachera graciosa y vuelta a casa casi intacto. Casi. La indiferencia rompe todas las burbujas antibalas.
Después de un viaje de vuelta protagonizado por el fuego (recordemos, el expolio es explotación) y nueve horas de trayecto infernal, me encuentro de vuelta en Madrid, enfrentado a la realidad de los exámenes (11 en 14 días) y a la ausencia ineludible. Ya sólo puedo agarrarme a la certeza de que me he hecho más fuerte y menos dependiente de lo que un día fue el núcleo referencial. De que no estoy tan solo como pretenden hacerme sentir. De que, en cuanto pueda, es necesario que empiece a soltar lastre para poder volar por mi cuenta. De que aquello que se empeñan en llamar familia, se hace día a día con aquellos que realmente saben darte cobijo hasta que pasa la tormenta.
De vuelta a la ciudad sin estrellas, no puedo evitar añorar la cadencia de las olas sobre la arena, ese sonido que devuelve al latido que me acuna cuando me quedo dormido abrazado a tu regazo.
Después de un viaje de vuelta protagonizado por el fuego (recordemos, el expolio es explotación) y nueve horas de trayecto infernal, me encuentro de vuelta en Madrid, enfrentado a la realidad de los exámenes (11 en 14 días) y a la ausencia ineludible. Ya sólo puedo agarrarme a la certeza de que me he hecho más fuerte y menos dependiente de lo que un día fue el núcleo referencial. De que no estoy tan solo como pretenden hacerme sentir. De que, en cuanto pueda, es necesario que empiece a soltar lastre para poder volar por mi cuenta. De que aquello que se empeñan en llamar familia, se hace día a día con aquellos que realmente saben darte cobijo hasta que pasa la tormenta.
De vuelta a la ciudad sin estrellas, no puedo evitar añorar la cadencia de las olas sobre la arena, ese sonido que devuelve al latido que me acuna cuando me quedo dormido abrazado a tu regazo.
4 divagando:
Ay neno... No puedo hablar del tema. Que yo dé consejos familiares es como que Espinete hable de Niezstche.
Me alegro de que, al menos, salieses de la ciudad invisible.
Más ánimo.
El once te va a dar buena suerte, seguro.
Ah, y desde mi terraza sí que se ven las estrellas...cuando apagan las farolas.
Suerte, siempre mucha suerte.
Ánimo...
es bastante cierto eso de que "los miembros de una misma familia no siempre nacen bajo el mismo techo" y, parece, tienes un círculo a tu alrededor que te arropa de ese modo. Y una Luz en esta, a veces, oscuridad.
Un saludo!
P.D: Lo de los incendios es ominoso, pasar por alguna carretera es como transitar a ciegas en una noche de San Juan. Lamentable...
Al final conseguí colgar mi paisaje atlántico. Espero que os guste
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