Limpieza de otoño

Derrumbado sobre la mesa, a duras penas erguido sobre un bolígrafo clavado en una cuartilla. Insomnio envuelto en tinta. Muerden los perros la boca de mi estómago mientras un demonio anida en mis pensamientos. Mi viejo demonio dedica su tiempo a joderme la cabeza con su juego de medias verdades, envenenando mis sueños de vigilia. Juguemos a mentir, propone. Intento esquivar su envite, apartar la mente de ese goteo incesante que termina irremediablemente por quebrar la roca.

Hay mentiras blancas y mentiras negras, dice, y, evidentemente, también existen tantas gamas de grises como excusas acudan a tu lengua para negar lo evidente. Algunas parecen justificables, otras se ofrecen como la única salida; mentiras, en definitiva, que ahorran el dolor con la fría eficacia de una cuchilla. Mira a tu alrededor, prosigue, todos mienten, todos agachan sus cabezas tras una máscara que les ahorre la vergüenza de asumir en lo que se han convertido. La mentira es como las navajas, más eficaz cuanto más corta sea la distancia, así que asume, amigo mío, añadió sarcástico, que nadie te mentirá tanto como tú mismo.

Aparto su voz de mi mente, alejándome de la espesa atmósfera en la que me sumergen sus delirios. Enciendo una antorcha, que alimente al dragón que duerme en mis entrañas, aletargado en mis desvaríos. Afuera es tan tarde que es casi temprano y el frío se cuela por las rendijas de la ventana. Frente al espejo, mi reflejo se esfuerza en darle la razón a mi viejo amigo, ya no queda nada más que hacer que asumir la cruda inercia de esta tragicomedia sórdida en el que vivimos. Fundido a negro. De súpeto, unha faísca fai prender un lume antergo. Una chispa. Ante mis ojos, la cálida perspectiva de la redención. Como en el final de Weeds, me aferraré al ejemplo pirómano de Nancy Botwin.
El consuelo del fénix, la resurrección de lo viejo purificado por las llamas. Los sofisticados argumentos de mi viejo demonio pueden vencer mi nihilismo en horas bajas, pero sucumben ante una buena dosis de fuego, que se lleve este poso amargo y cauterice las heridas a medio cerrar. Hojas escritas, fotos, billetes de autobús, esbozos en servilletas de papel, pequeños recuerdos, lastre que ya no vale más que como alimento de mi pira de salvación. Pira sin duelo ni luto. Una buena hoguera ante la que danzar, mientras el cielo recoge mi ofrenda de humo y mi demonio decide darme por perdido. Cada llama es un lenguetazo de destrucción y, a la vez, un golpe de palpitante esperanza de renacer de la brasa incandescente. Voy a salir a prenderle fuego a la calle, a reducir a cenizas nuestra cotidiana miseria colectiva. Cenizas y humo siempre es mejor que mentiras y culpa, dice mi viejo amigo, mientras me guiña un ojo y me pasa disimuladamente una caja de cerillas.

Cuando me despierto, aún sostenido por el bolígrafo, hay una hoja pintarrajeada por las dos caras bajo mi mano. El sol ya ha salido y, tras la noche, mi mente parece aclarar su oblicua perspectiva. Voy a bajar a desayunar algo. Hay un brillo diferente sobre mis ojeras y una quemadura reciente en mi mano izquierda. Adentro me siento ligero, mientras el dragón se despereza en mi interior, exigiéndome algo de acción. Liberado por el fuego, mi pasado ya no se divisa en el espejo retrovisor. Voy a bajar a celebrar que lo he reducido todo a cenizas y mi conciencia pesa tan poco que siento que puedo volar. Y si no, es que aún sigo delirando. Nadie notará la diferencia.

"Voy a empaparme en gasolina una vez más,
voy a rasparme a ver si prendo
y recorrer de punta a punta la ciudad
quemando nuestros malos sueños"

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