Estranha forma de vida


Me pilláis de paso, entre andenes y puertas de embarque. Ayer, en Lisboa, hubo reencuentro con escenarios históricos y se forjaron nuevos recuerdos, hechos para perdurar y reforzarse. Secundado por mi cómplice favorita, los largos, los becos y los tranvías fueron aliados de una huida dibujada en vinho verde y arena de playa. Portugal acudió esta vez al rescate, al contrario de como graznan los mercados. Sólo así pudieron dilatarse esas setenta y ocho horas para dar cabida a las conversaciones, los descubrimientos y las miles de imágenes que atesora la retina de la Nikon. Tengo que agradecer un paréntesis necesario que nos mantuvo al margen de las cobardes puñaladas fascistas del norte y de la constante letanía de malas y peores noticias. Habrá que recordarle una vez más a la ultraderecha quién perdió la II Guerra Mundial. Más allá del mundo real, mi portugués terminó de oxidarse y hubo que aguzar el ingenio para dejarse llevar, atravesando a duras penas las puertas del comboio. Todo concluyó al final del rail del 28, encaramados a la vieja colina, observando las luces de la ciudad sumergirse en el Tejo y jugando a tener varios siglos a la espalda. Volveremos cuando florezcan los claveles y, mientras tanto, rehago por tercera vez la maleta para volver a hundir los pies en el Atlántico. Julio está cumpliendo sus promesas y ahora seré yo el que haga honor a las mías en agosto. Hasta entonces, echadme un poco de menos.

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