La barbarie y el ridículo



Lo diré hasta que os canséis de escucharlo: vivimos en tiempos de cambios en el que los sucesos extraordinarios y los más terribles se suceden con una rapidez pasmosa. Esta madrugada vivimos otro episodio de esta tragicomedia. Sucedió en Libia, justo después de que el régimen ordenase a la Fuerza Aérea bombardear sin piedad a miles de manifestantes desarmados en plena capital, Trípoli. Pasada la medianoche, mientras varios centenares de cadáveres aún se pudren en las calles, los medios estatales anuncian que el líder militar, espiritual y político del país va a dar una alocución pública. Hablamos nada más y nada menos que de Muammar al Gaddafi, uno de los dictadores más experimentados de la historia, con más de cuatro décadas al mando. Su imagen no pudo ser más bizarra.



Para ser un líder único que lleva en el poder desde los veintiseis años y haber rebasado varias veces la cota del absurdo, el señor de la Jamhariya se superó a sí mismo. No fue por la voluptuosa enfermera ucraniana que le inyecta bótox sin control, ni por las treinta vírgenes expertas en kung-fu que forman su guardia pretoriana. Gaddafi, el carnicero de Lockerbie, posó ante las cámaras escondido tras un enorme paraguas y un coche que no merece ni la categoría de tartana. Quería negar que se hubiese exiliado a Venezuela, como afirmaban desde Londres, aunque su imagen, medio dentro medio fuera de un cacharro que despreciarían en la vetusta Cuba, no pudo más que desmentirle.


De su alocución, de apenas quince segundos, rescatamos que el sanguinario dictador afirmaba haber estado "debatiendo con los jóvenes" en la misma plaza que ordenó bombardear horas antes, pero que tuvo que retirarse no por el hedor de sus víctimas, sino porque llovía. No le tembló la mano para comandar la represión, pero huyó de la lluvia como una aspirina efervescente. Veinticuatro horas antes fue su hijo, Saif al Islam, el que compareció ante los medios, en este caso arrellanado en un sofá con gesto agresivo de capataz en plena huelga. El vástago de Gaddafi amenazó con una guerra civil si continuaban las protestas. Su imagen y la decadencia física y mental de su padre nos muestran que, de haberla, ellos ya la han perdido.


La derrota de su ejército en las calles de Bengasi y su retirada en el este del país son los primeros pasos. A Gaddafi, el amigo de Occidente alabado por Berlusconi, Sarkozy, Blair, Zapatero e incluso Obama, no le queda otro camino que huir al mismo exilio saudí del tunecino Ben Ali y el faraón Mubarak. Si intenta endurecer lo que ya se conoce como el genocidio libio, pasearán su cadaver por las avenidas como sucedió con su admirado Mussolini.


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