La cumbre del desgobierno



Este fin de semana, los jefes de Estado y Gobierno, sus ministros de economía y finanzas y los gobernadores de los bancos centrales de las principales veinte economías del mundo se reunieron en Toronto. Analizando los resultados de tan sonada cumbre, o más bien la carencia de ellos, da la sensación de que esos líderes mundiales cada vez mandan menos. Pesa en la retina el poder de Obama desteñido por guerras y petróleo, las fallidas campañas de imagen de Sarkozy, la bisoñez de Cameron o los esfuerzos de Merkel y Zapatero por complacer a los mercados en lugar de a su propia opinión pública. Llegaron a Canadá con la intención de consensuar un camino que marque la salida de la crisis y, como tantas otras veces, sólo han cosechado promesas vagas y compromisos no vinculantes.


La tasa a las transacciones financieras, crucial para evitar que sean los ciudadanos los que paguen los altibajos de la economía bursátil y especulativa, no ha pasado de una mera anécdota sin repercusión. ¿Recuerdan la tasa Tobin? ¿Y la refundación del capitalismo? No ha habido un consenso sobre la viabilidad de la recuperación, ni sobre las medidas para encarrilarla, mi sobre las restricciones a la usura bancaria y la ludopatía del capital de riesgo, ni siquiera para cuestiones cosméticas como la reducción del déficit y la deuda pública de sus miembros. Sólo han llegado a una conclusión, hay que trasladar la crisis a nuestros bolsillos a base de recortes sociales y subidas de impuestos, pero lo justo para que podamos seguir gastándonos el dinero en engrasar la maquinaria de su sistema.



¿Quién reina entonces sobre este vacío de poder? El caos, y en el caos, cómo no, mandan hombres sin escrúpulos. Banqueros, inversores, agentes de rating financiero, especuladores, grandes fortunas, macrocompañías y grupos de presión campan a sus anchas y, por desgracia, no es sólo una metáfora. En 2008, su avaricia se nutrió de un sistema imperfecto, exigiendo estados cada vez más pequeños y gobiernos menos intervencionistas para llenarse los bolsillos sin impedimientos. Jugaron con el sistema hasta romperlo. Cuando asomó los dientes la amenaza de la recesión económica, corrieron asustados a las faldas de esos mismos estados para reclamar que financiasen un rescate inmerecido que no tardaron en concederles. Ahí estuvo el gran error.


En el momento en que nuestros gobiernos les alimentaron con dinero público, los pesos pesados de la economía se volvieron voraces. Les dejamos probar nuestra sangre y ahora quieren más. Para ello, juegan a lanzar bulos desde la prensa para hacer temblar a los mercados día sí y día también, tomando las finanzas públicas como rehenes para conseguir más. Una caída del 5% en Wall Street equivale al recorte de los subsidios por desempleo. Una bajada en la calificación de la deuda española o griega supone una subida de los impuestos que afectan a los artículos de primera necesidad. Un comentario destemplado de un economista iluminado -¿quién coño es Nouriel Roubini y quién le eligió sumo sacerdote de la crisis?- puede suponer un cambio de gobierno o un paso más en la demolición del estado del bienestar.


Hemos visto ya muchos avatares tras la caída del Muro de Berlín. De un mundo bipolar, pasamos a un escenario en el que EEUU parecía la única referencia. Tras la caída de sus torres gemelas y los consiguientes fracasos militares en Irak y Afganistán, emergió una efímera sociedad internacional multipolar, vehiculada a través de la ONU, la OTAN y el G-20. Este pinturero modelo multicolor ha terminado por revelarse como el mascarón de proa de un orden fuertemente centralizado en torno al dinero, es decir, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio.



Ellos son los que ordenan el expolio de las finanzas públicas y el predominio de un sistema económico que ya no se basa en lo que se produce o lo que fabrica, sino en un negocio ficticio controlado muy lejos de la soberanía popular. Ellos son los que mandan a las hordas policiales a aplacar a los críticos, dando alas a los más radicales, esos que quedan tan bien en la foto cascando el escaparate de un Zara o un Santander cualquiera mientras, fuera de cámara, otros seis centenares de manifestantes pacíficos son detenidos y apaleados por el mero delito de oponerse. Ellos manejan los medios que publican esa foto sin explicar que romper esos escaparates no sólo es un acto de vandalismo descerebrado, sino que sirve para señalar quién se beneficia cuando nuestros líderes vuelven con las manos vacías de uno de esos fotogénicos encuentros de alto nivel.

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