Efímero

Tensó los músculos de la mano izquierda, cuadró su postura, distribuyendo estratégicamente el peso hasta hallar un escorzo estable. Alzó su índice derecho y, en un movimiento mecánico, aprendido y repetido una y mil veces, presionó el disparador y puso en marcha la magia. En un parpadeo casi imperceptible, los mecanismos de lentes y espejos capturaron la luz prendida en la estela opaca de la cortina del obturador. Mientras la plata va bosquejando una figura atrapada en treinta y cinco milímetros de película, la cámara vuelve a reposar en el interior de su funda. Ya puede encenderse con calma un cigarro y escudriñar a su alrededor, encuadrando y componiendo planos, fotografías imaginadas y nunca plasmadas en negativo. Palomas que juegan a pasear por las aceras como cualquier otro viandante, ancianos adormilados al sol en algún banco, recovecos en la piedra que dibujan figuras imposibles en el asfalto. Personas que vienen y van, que no se saben observadas y que, cuando descubren la cámara, disparan con la mirada su metálico enfado, el de quien ve invadido su espacio y, al mismo tiempo, se pregunta azorado que es lo que ha podido atraer la mirada ajena.


Con el cigarro mordido en los labios, vuelve a ver el mundo tal y como él prefiere verlo, a través del filtro del visor. La realidad servida entre encuadres, fotómetros y ruletas de enfoque, convenientemente lejana para no tener que formar parte de ella. Vuelve metódicamente sobre sus pasos, las palomas, la acera, los viejos, las sombras sobre el adoquinado,… todo en su sitio. Arruga el ceño. Algo se ha colado en la lente, algo no previsto, escapado de su vistazo inquisitivo. Sus manos recorren los anillos del objetivo, ajustando el encuadre, alejando y acercando su presa, enfocando y desenfocando sus rasgos. Su ceja sobresale repentinamente por encima del visor. Es muy bella, ¿cómo no ha podido fijarse antes? El vuelo elegante de la caída de su ropa, la postura sinuosa de su cruce de piernas, el viento jugando a rehacer y despeinar su flequillo, el gesto distraído de su mirada, clavada en el suelo, y sus labios entreabiertos, en los que sólo podría anidar el más rasgado de los suspiros. Labios carnosos, apetecibles pero sin color. Rehizo la medición lumínica y comprobó, perplejo, que aquel extraño brillo carente de vida seguía desafiando la luz del mediodía. Levantó la vista del visor. Ninguna mujer sentada en aquel recodo de la plaza. Volvió a comprobar si el visor estaba empañado, pero ella seguía allí, sentada en aquella esquina con las piernas cruzadas. En ese momento, le recorrió una electricidad atávica por la espalda. Su mirada perdida le observaba fijamente al otro lado del juego de espejos. Entonces supo que no estaría si volvía a levantar la mirada. Entonces comprendió que tenía que sacar aquella imagen de su retina y plasmarla en negativo. Aquella era su foto.

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