La masque et la folie

Hay una voz en mi cabeza que me niego a escuchar. Susurra locuras en mi duermevela, revuelve las estanterías, altera el orden que me mantiene cuerdo. Me despierta, traficando sus medias verdades, envenenando los estrechos márgenes de pensamiento medianamente normal que puedo permitirme. Me acecha en las esquinas y los callejones, acribillándome con insidias, restrégandome mis miserias, nuestras miserias, porque le veo también a él cuando me miro al espejo, sonriendo con satisfacción mientras patea la mesa que sostiene mi castillo de naipes.

No hay nada más desesperante que intentar parecer normal, intentar que nadie le descubra en mi forma de andar, en mis dudas, en los puños crispados intentando mantener la calma. Mis días son largos, entretenido en mantener un rostro, mientras todo se viene abajo entre bambalinas. Tras este rostro gris, languidece la razón y se pudre la cordura, aunque nadie sea capaz de verlo. Ese es mi arte. No existe descanso ni camerino para este actor, atrapado entre los delirios que se filtran desde más allá del letrero de peligro y la absurda cotidianeidad de esforzarse en ser invisible mientras te dejas ir cada vez más en la espiral descendente.

A veces son cosas tan cotidianas como asomarse a la ventana las que encienden las alarmas. La mano se quiebra en el quicio mientras cierras los ojos con fuerza para intentar detener el ansia, el ambiguo estremecimiento del vértigo, los cantos de sirena que llaman desde el fondo de un puente. Marga dejó de venir conmigo en coche. La última tarde, en una curva de esas con acantilado, un segundo de duda con el pie enterrando el acelerador fue suficiente para despertar sus sospechas. Sé que lo ha contado a los demás y por eso me rehuyen, como si les espantase de mi lado la pestilencia de los que ya han muerto. Y puedo jurar que a veces deseo estarlo.

Por eso ahora estoy en el metro, a las siete de la mañana escasas. Nadie tiene buena cara a estas horas, nadie da un duro por su vida a primera hora de la mañana, cuando nada parece merecer la pena. No soy como ellos, ni siquiera de la misma especie. Yo, en cambio, acostumbrado como estoy a mimetizar mi paranoia en público, encuentro en estos momentos el placer de actuar con naturalidad. Nadie se fijará en mí, la práctica acumulada de años de camuflaje ha terminado por quedarse impregnada en mi piel. A las siete de la mañana, nadie parece del todo cuerdo. Por eso, no se darán cuenta de que, según se aproxima el próximo tren, mis pies se acercan a la línea amarilla que separa el andén de la caída a los raíles.

No puedo apartar la mirada del punto, cada vez más próximo, en el que el raíl desaparece engullido por la máquina. Una muerte horrible, no digo que no, pero el alivio defintivo exige tributos, ofrendas de sangre en los más oscuros altares. Fue esta mañana, frente al espejo, cuando decidí lanzarme al metro. Fue su mirada de superioridad, su odiosa mueca lunática que tanto esfuerzo me cuesta esconder, frente al despojo derrotado de cada mañana, cada vez menos dueño de mis actos, cada vez menos que salvar en esta batalla. Dije basta.

Las mejores ideas que he tenido se me han ocurrido en la ducha, pero esta nació frente al espejo, con la mirada perdida en el surco esteril bajo mis ojos. Es muy dificil enfrentarse a la sensación de estar harto de pelear por uno mismo, de saberse causa perdida por la que nadie va a pelear, ni siquiera uno mismo. Tan sólo un soldado harapiento firmando el armisticio, entregando el escaso despojo que queda tras la contienda. Ahí es donde florece mi impulso suicida, rodeado de cuchillas de afeitar y botes de pastillas. Algunos alaban la resistencia heroica de los que se saben mártires, otros nos dejamos seducir por el encanto afilado de la rendición. No al estilo posmoderno, trágico en su insignificancia, burdo en su ejecución. Una lucha como ésta merece un final a su altura, precipitado entre los raíles y el tren, despedazado y purificado al fin entre el amasijo de hierro y carne, sumergido para siempre en el apetecible nunca jamás.

Mientras se aproxima el metro y los viajeros de primera hora se desperezan, yo empiezo a pasar revista a esos momentos que uno quiere recordar antes de desvancerse hacia el olvido perpetuo. Los primeros años con Marga, la playa, la casa del abuelo, las tardes de sábado, el cumpleaños en que me comí media tarta y luego me puse malo, los dieciocho, ... todo se mezcla en un remolino de imágenes cálidas y a la vez dolorosas, que ya no sé si me empujan a la vía o me aferran al andén.

Se acaba mi tiempo y puedo comenzar a notar el alivio en la punta de los dedos, en el centro de mi cabeza, en el cielo del paladar. Enfrente, reflejado en el cristal del primer vagón, me sonríe mi alter ego, invitándome a demostrarle de la manera más cruda de qué materia estoy hecho. Me invade una sensación tan fuerte de vértigo e irrealidad que casi creo que puedo volar. Un paso. El final. Otro paso. El silencio lo envuelve todo. Mis piernas se aflojan. Todo se vuelve negro, confuso y descendente.

El ruido y el aire del vagón al pasar despejan el sudor de mi frente y despiertan mis sentidos. Por un momento he olvidado dejar de escuchar esa voz, por un momento me he dejado llevar en su seductor espejismo, pienso mientras me arrellano en un asiento, con la compostura a medio recuperar. Desvaneciéndome en la encrucijada, elijo el caos al silencio. Por un momento, dejé de saber por qué tengo que seguir fingiendo.


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