El apagón

Al principio, eran casi imperceptibles. Un parpadeo, un momentáneo fundido a negro provocado por los devaneos de la corriente eléctrica. Tan sólo un amago de apagón, pensamos aliviados, pronto lo arreglarán. El vértigo fue aumentando cuando las bajadas de tensión empezaron a durar más de lo habitual. En poco tiempo, los trenes comenzaron a detenerse en sus túneles subterráneos, lo semáforos se quedaban ciegos y los cajeros automáticos ya no daban dinero. Por las noches, ardían los coches y los saqueadores reventaban los escaparates cada vez peor abastecidos. La niebla y los generadores de electricidad alimentados por gasolina fueron habituales. Y escasearon los generadores, la gasolina y la luz. Y después el agua. Los alimentos se pudrían en sus ex-refrigeradores. Faltó la leña y ya no volvimos a ver más coches en las calles. Sólo policías y arruinados vendedores de electrodomésticos convertidos en ambulantes. Cerraron los colegios. Cerraron los mercados. La vuelta a las cavernas.


La gente abandona a pié la ciudad y huye a buscar refugio en la montaña. Con los lobos. Esta noche, mirando el cielo desde la ventana, acabo de ver al primer avión que sobrevuela la ciudad en un año. Vuela en círculos sobre lo que queda de nosotros y abre sus tripas de acero, vomitando dos pequeños proyectiles. No sé exactamente donde han caído, porque hace mucho que el alumbrado público no ensombrece el brillo de las estrellas. Solo puedo ver el hongo, alzándose majestuoso ante nuestras ruinas, iluminando con luz propia esta última noche. Segundos antes de que me abrase la onda expansiva y la ciudad entera enferme para siempre, puedo al fin entender lo que está ocurriendo. Sin luz, no podemos funcionar, no somos útiles. Por eso, tras una reunión a puerta cerrada de la patronal, hemos sido todos despedidos.

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