En estos tiempos modernos ya no se respeta nada, y en campaña electoral el político más mesurado llega a perder el respeto por sí mismo, por sus electores y por la condición humana en general. Esta ya pasada contienda electoral ha sido más de lo mismo. La inmigración ha sido una vez más incluida en la agenda de temas candentes de campaña, en la misma línea que el terrorismo, la vivienda o la corrupción y malintencionadamente relacionada con el paro y la inseguridad ciudadana.
Ciertos partidos y ciertos alcaldables –repugnante expresión paradigma de una política cenagosa- no se cortan un pelo a la hora de proferir opiniones tendenciosas destinadas a conmover los más bajos instintos del electorado. El miedo a lo diferente vuelve a ser un arma política arrojadiza.
El otro día, de camino a casa por el bullicioso Lavapiés, me sorprendí en un portal con una escena de un costumbrismo actualizado. Una estampa veraniega de ciudad soleada a las siete de la tarde, cuando el sol baja y algunos vecinos salen a tomar el fresco a la vera de sus casas. A la puerta de un edificio, frente a las que los ancianos salen con sillas de playa a juntarse y comentar sus cosas, tres ancianas comían pipas y charlaban animadamente a la sombra de un triste árbol de ciudad. Una de ellas, inconfundiblemente oriental, hilaba y explicaba sus movimientos a dos veteranas castizas, mientras bromeaban y alimentaban palomas.
Idílico paisaje de un futuro posible, a pesar de cualquier demagogia electoralista. A veces la sociedad avanza tan rápido que sus políticos sólo pueden apelar al miedo para detenerla y manejarla a su antojo. Frente a los tópicos del español desconfiado, la calle nos ofrece miles de ejemplos visuales de la aceptación “nativa” y de la integración de nuestros inmigrantes, nuestros porque viven entre nosotros, trabajan con nosotros y son tan dignos de pisar este suelo como lo somos nosotros.
Sorprendentemente, la política siempre va un paso por detrás. Alberto Fernández, eterno aspirante popular a la alcaldía condal, ha contribuido al emponzoñamiento de la imagen del trabajador inmigrante en nuestro país agitando el fantasma del malvado inmigrante que nos roba el trabajo mientras trafica con drogas y le toca el culo a tu mujer en el metro. Sabedor de la inutilidad de hacer una campaña al uso en una ciudad en la que pocos le quieren en el poder, el candidato ha pasado del asesor de imagen y ha dado rienda suelta a su auténtico yo. Tras anunciar que gobernará –es un decir- con “guante de hierro”, el popular anunció su cruzada personal contra la okupación, el botellón, el nudismo descontrolado, la mendicidad y la inmigración. Y no se despeinó. Preguntado por quienes atacan su discurso de xenófobo, Fernández afirmó despreocupado que tal calificativo “no le importa”. El lobo –Le Pen, Haider, Bossi- asoma la pezuña por debajo de la puerta.
Vivimos en una sociedad que apenas llega al fenómeno de la inmigración. Acostumbrados a proporcionar emigrantes a nuestros vecinos, los españoles vemos como, ahora, la tortilla ha dado la vuelta y nos toca a nosotros jugar el papel de anfitrión. En nuestra mano está seguir avanzando al ritmo de la historia y evitar los errores del modelo francés –tristemente fallido mucho antes de la revuelta de la banlieue-. Una sociedad dueña de sí misma debe saber acoger y ayudar a aquellos que son víctimas del crecimiento desproporcionado de la riqueza y su desastrosa distribución.
La deuda histórica está clara con América Latina, y más difusa pero igualmente evidente con el resto de los trabajadores extranjeros que, siendo esquilmados sus países por las economías depredadoras del Norte, han de dejar su vida atrás y venir al Primer Mundo a reclamar con sudor lo que es suyo.
La sociedad madura y demócrata que queremos ser sabrá ser solidaria y dar espacio a los que se les niega la voz. Frente a las aduanas y barreras que levantan los políticos, las personas de a pié siguen mirando a los ojos al futuro, sea de color que sea.
Idílico paisaje de un futuro posible, a pesar de cualquier demagogia electoralista. A veces la sociedad avanza tan rápido que sus políticos sólo pueden apelar al miedo para detenerla y manejarla a su antojo. Frente a los tópicos del español desconfiado, la calle nos ofrece miles de ejemplos visuales de la aceptación “nativa” y de la integración de nuestros inmigrantes, nuestros porque viven entre nosotros, trabajan con nosotros y son tan dignos de pisar este suelo como lo somos nosotros.
Sorprendentemente, la política siempre va un paso por detrás. Alberto Fernández, eterno aspirante popular a la alcaldía condal, ha contribuido al emponzoñamiento de la imagen del trabajador inmigrante en nuestro país agitando el fantasma del malvado inmigrante que nos roba el trabajo mientras trafica con drogas y le toca el culo a tu mujer en el metro. Sabedor de la inutilidad de hacer una campaña al uso en una ciudad en la que pocos le quieren en el poder, el candidato ha pasado del asesor de imagen y ha dado rienda suelta a su auténtico yo. Tras anunciar que gobernará –es un decir- con “guante de hierro”, el popular anunció su cruzada personal contra la okupación, el botellón, el nudismo descontrolado, la mendicidad y la inmigración. Y no se despeinó. Preguntado por quienes atacan su discurso de xenófobo, Fernández afirmó despreocupado que tal calificativo “no le importa”. El lobo –Le Pen, Haider, Bossi- asoma la pezuña por debajo de la puerta.
Vivimos en una sociedad que apenas llega al fenómeno de la inmigración. Acostumbrados a proporcionar emigrantes a nuestros vecinos, los españoles vemos como, ahora, la tortilla ha dado la vuelta y nos toca a nosotros jugar el papel de anfitrión. En nuestra mano está seguir avanzando al ritmo de la historia y evitar los errores del modelo francés –tristemente fallido mucho antes de la revuelta de la banlieue-. Una sociedad dueña de sí misma debe saber acoger y ayudar a aquellos que son víctimas del crecimiento desproporcionado de la riqueza y su desastrosa distribución.
La deuda histórica está clara con América Latina, y más difusa pero igualmente evidente con el resto de los trabajadores extranjeros que, siendo esquilmados sus países por las economías depredadoras del Norte, han de dejar su vida atrás y venir al Primer Mundo a reclamar con sudor lo que es suyo.
La sociedad madura y demócrata que queremos ser sabrá ser solidaria y dar espacio a los que se les niega la voz. Frente a las aduanas y barreras que levantan los políticos, las personas de a pié siguen mirando a los ojos al futuro, sea de color que sea.
1 divagando:
soy un inmigrante!
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