Ultramar

Una semana al otro lado del charco. Ése era el trato, y se ha cumplido con creces. Todo comenzó en un caos de maletas, escalas, colas de seguridad y kilómetros de carretera. Casi veinte horas para saltar de Barajas a Philadelphia, de Atlanta a Montgomery, Alabama, hogar de la primera Casa Blanca de los confederados. Y al día siguiente, el destino deseado, Nueva Orleans. Todavía no se ha disipado el jetlag y aún puedo sentir cómo era estar allí, con mis cuatro compadres, vagando por desfiles y conciertos y siempre de bar en bar. Resuena en mi cabeza la banda sonora de todas las bandas y charangas que desparraman swing por las calles y garitos de la Big Easy.


Junto a ese sonido vibrante y divertido, guardo memoria de la amabilidad incondicional de cientos de extraños que se cruzaron en nuestro camino. Como Lucy, la cincuentona neoyorkina que vino a la ciudad de vacaciones hace más de dos décadas y ya no quiso marcharse. Sus recomendaciones nos llevaron a probar los po'boys de carne de aligator y el jambalaya de Coop's. Su cerveza Naw'leans convirtió el Johnny White en un centro de gravedad en plena calle del pecado, la mismísima Bourbon Street.


También recuerdo a Jerome, nuestro colega en el Mardi Gras más castizo. Nunca olvidaré su cara de asombro y orgullo cuando se enteró de que aquellos cinco blanquitos con los que compartía cervezas venían desde más de cinco mil millas al este para ver su barrio, el emblemático Treme en el que fuimos los únicos rostos pálidos aquel martes de carnaval. Disfrazados de presidiarios, deambulamos por los desfiles de Saint Charles hasta Canal Street, detenidos cada cien metros por espontáneos que nos pedían entre carcajadas hacerse una foto con nosotros. Debíamos de ser una imagen pintoresca, cinco europeos sonrientes siguiendo a las charangas y pidiendo collares a las carrozas.


Más allá de la pobreza extrema, del drama humano constante, de las cicatrices visibles del huracán en el Ninth Ward, aquella gente nos recibió como a hijos pródigos, nos ofreció orientación en el tumulto, conversación franca y música hasta altas horas. Los trajes imponentes de los jefes indios y su alegría subversiva son una lección de dignidad en ese escenario de tragedia constante. En Frenchmen Street, aprendimos que no hay mejor auditorio que el cruce de dos calles y creímos codearnos con Antoine Baptiste en el Spotted Cat. Sólo los predicadores oportunistas y los fanáticos del dios del odio pudieron cortarnos el rollo, profanando la fiesta de Nueva Orleans con sus rezos y proclamas sobre el infierno. Los sin dios nunca irrumpiremos en vuestras misas para echaros en cara vuestros millares de defectos. Preferimos mecernos al calor de un saxo, mientras chirrían las tablas de lavar y atruenan bombos y contrabajos.


Después, tras el Mardi Gras, llegó Atlanta, de la que sólo cabe rescatar el Sweet Auburn, el barrio donde Martin Luther King inició la insurrección de los hombres libres. Ahora, ya de vuelta, la realidad reclama atención constante y avecinan cambios en el horizonte. Terminado este paréntesis de libertad en Ultramar, toca remangarse para bregar aún más duro. Mientras picamos piedra y abrimos veta, tararearemos Carnival Time, de Al Johnson, y soñaremos con el atardecer en Louisiana. Laissez les bons temps ruler, mes amis.

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