El precio de decir lo que piensas

En estos tiempos de monetización, déficit y demás penurias, ya no nos resulta extraño darnos cuenta del precio que se le pone a la libertad de expresión. Dos ejemplos cogidos al vuelo en la prensa de hoy: Ocho años después del cierre judicial del periódico vasco Egunkaria, los trabajadores afectados siguen esperando una indemnización y una disculpa. En febrero de 2003, el juez Juan del Olmo ordenó el cierre temporal del único períodico en euskera, autorizó a la Guardia Civil registros y detenciones e inmovilizó sus cuentas. La acusación se cimentaba en unos informes policiales en los que se insinuaba que ETA financiaba al diario con dinero procedente del impuesto revolucionario. Meses después, ante la falta de pruebas, del Olmo intentó defender su cierre agarrándose al clavo ardiendo de que Egunkaria era un instrumento al servicio de la banda por defender tesis independentistas. Mientras, el juicio provocó la quiebra de la empresa, que fue finalmente devuelta a sus dueños para que la liquidaran. Dado que no fue posible hallar indicios de culpabilidad en ninguno de los ocho periodistas detenidos, el proceso se dilató hasta siete años, hasta abril de 2010. Entonces, tuvo que ser la propia Audiencia Nacional la que confirmase la libre absolución de todos los encausados, al tiempo que criticaba el cierre sin pruebas de un medio de comunicación y pedía entregar indemnizaciones a todos sus trabajadores. Textualmente, reconocía que el "trabajo" de del Olmo sólo sirvió para hacer quebrar el periódico y acallar una voz crítica, todo ello sin habilitación constitucional y sin leyes que lo autorizaran.


Hoy, Martxelo Otamendi y los otros periodistas detenidos por el juez murciano exigen 17 millones de euros por los daños causados, dinero que irá a parar a su diario sucesor, Berria, y seguirá sirviendo a la prensa libre. Recuerdo haber escuchado a Otamendi en 2005 en una conferencia en Madrid, poco antes de terminar mi carrera. Ponía los pelos de punta escuchar a un compañero de profesión narrando cómo fue detenido, golpeado y vejado sin que ningún juez pusiera el grito en el cielo. Recuerdo su rabia al hablar de tantos años de trabajo a favor de su lengua y su país tirados a la basura por la intransigencia de un letrado que luego se haría aún más famoso por ordenar el secuestro de El Jueves por reírse de los príncipes y por revocar condenas a maltratadores de mujeres. Ocho años después, muchos considerarán a Egunkaria otro eslabón de ETA y se indignarán por su indemnización. El daño ya está hecho y la ignorancia, como el agua, siempre se abre camino.


Otro ejemplo del precio de la libertad de expresión es el cierre de Wikileaks. Tras filtrar muchas de las miserias del imperialismo menguante, el boicot de los bancos a las donaciones que recibía el grupo ciberactivista han conseguido frenar su actividad. Visa, MasterCard, PayPal, Western Union y Bank of America han conseguido ya lo que querían, silenciar a los díscolos y que nadie les espante el rebaño mientras manejan a los políticos y despluman a los currantes. Mientras, Julian Assange sigue a la espera de un proceso judicial tramposo e interesado. Nos queda, eso sí, el fruto de su labor de divulgación de la barbarie. En todo el mundo, en cada ciudad, hay un parque o una plaza donde cada vez más gente acude a decir basta. Gracias a Martxelo Otamendi, yo supe que no quería ser otra cosa que periodista. Gracias a Wikileaks, muchos comprendieron que era necesario regenerar la democracia desde abajo. La libertad de expresión es cara, pero una vez que prendes la mecha, es un material explosivo que corre de boca en boca y revientan el cerco de la censura.

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