La quema del Reichstag

La mentira política no es un arma novedosa ni moderna. Sin embargo, en estos tiempos parlamentarios de soberanía y derechos humanos, la falsedad y la búsqueda de crispación nos acercan a los peores momentos de la democracia parlamentaria. Tanto en 1933 como hoy, la mentira como arma política es una bomba que puede hacer saltar todo lo que se ha conseguido en este país desde 1975.


La mañana del 27 de febrero de 1933, en torno a las nueve y cuarto de la mañana, el teléfono de la estación central de bomberos de Berlín comienza a sonar. Al otro lado de la línea, una voz sin identificar avisa a los servicios de emergencia de que el edificio del Reichstag, sede del Parlamento Alemán, está ardiendo. Cuando la policía y los bomberos se personaron en el incendio, el fuego se reaviva en la Cámara de Diputados y reduce a cenizas el último símbolo de la democracia en la Alemania prehitleriana.

Pronto, las maquinarias propagandísticas del Estado y los diversos partidos del gobierno -los conservadores del presidente Hindemburg y el emergente Partido Nacional Socialista del nuevo canciller, Adolf Hitler- deciden aprovechar el fenómeno para su propio beneficio. La detención del mendigo Marinus Van der Lubbe, un enfermo mental, a la postre antiguo miembro del partido comunista neerlandés, fue orquestada e instrumentalizada por la incipiente propaganda nazi como una conspiración de la Internacional Comunista para hundir el ya de por sí mancillado orgullo alemán de entreguerras.

Con la excusa de combatir el marxismo –versión desactualizada de nuestra posmoderna “guerra contra el terrorismo”-, el Partido Nazi, que pese a contar con un apoyo minoritario en las urnas ostentaba la cancillería y varios ministerios, aprovechó la situación para declarar el estado de emergencia y presionar al anciano presidente para derogar las garantías constitucionales sobre derechos humanos recogidas en la constitución de 1919 de la República de Weimar y, de paso, forzar un adelanto de las elecciones en un momento favorable.

Los nazis, tal y como demostró en el juicio uno de los incriminados por el incendio, el búlgaro Georgi Dimitrov, no sólo instrumentalizaron el atentado para ganar poder, arrinconar a la oposición y desvirtuar la democracia, sino que también fueron responsables del atentado mismo. Pese a la evidencia de la mentira, Hitler ganó las elecciones anticipadas, las libertades fundamentales fueron derogadas y el Tercer Reich puso en marcha su ponzoñosa maquinaria genocida. Dimitrov, declarado inocente, tuvo que huir de Alemania perseguido por escuadras de las S.A., proclamando al mundo el inminente peligro del nazismo rampante. Nadie le escuchó.

Casi setenta y cinco años más tarde, la misma estrategia sigue dando buenos resultados. La difusión constante y programada de mentiras dirigidas a conseguir determinada cota de poder o minar la credibilidad del rival está a la orden del día. En nuestra actualidad política, todos los días arde un nuevo Reichstag. Un determinado grupo político de la oposición –me niego a manchar estas páginas dando nombres evidentes- se ha dedicado desde hace tres años a una campaña suicida por recuperar el poder. En el camino, perdida la noción de la realidad y cualquier vestigio de decencia, no se han detenido ante nada ni ante nadie. Tras el atentado en los trenes el 11-M, el partido del gobierno de entonces se dedicó a tergiversar los informes policiales para evitar que la autoría islámista de los atentados pudiera arrojar sobre ellos las culpas de la masacre. A pocas horas de las elecciones, el entonces Ministro de Interior subió a la palestra para mentir a sus ciudadanos con conocimiento de que la autoría no era ni podía ser de ninguna manera de ETA.

Perdidas las elecciones y arrojados del poder, el nuevo partido de oposición ha endurecido las tintas y no ha hecho prisioneros en su campaña para empozoñar la vida política del estado. Primero, desvirtuaron el proceso de las urnas, negándose a reconocer su derrota y afirmando sin ninguna vergüenza que las elecciones no eran válidas. Después, ayudados por toda clase de mercenarios de la información y extremistas de cualquier ralea, se han dedicado a sembrar la duda sobre la acción de la policía, la imparcialidad de los jueces y la honradez de los servicios secretos. Embarcados en su cruzada a favor de la mentira, han llegado al extremo de acusar al actual partido del gobierno, al gobierno de Marruecos y a las fuerzas de seguridad del Estado de conspirar con el terrorismo etarra para cometer el atentado. El número montado día tras día por los abogados de cierta asociación de víctimas y por el señor Díaz de Mera en el juicio del 11-M supera todo lo imaginado en cuanto a desvergüenza y falta de respeto por la democracia y por las víctimas, las auténticas víctimas.

Sus medios vocean la mentira, mientras sus palmeros, asquerosos patriotas de tytadine, corean a pie de calle y algunos empiezan a hablar de adelanto electoral y, los más avezados, de la necesidad de un giro de timón al estilo 23-F. El partido de oposición, abrazado a la oscura ultraderecha de asociaciones como los Peones Negros o Manos Limpias, se ha negado a reconocer la verdad incluso cuando esta ha sido afirmada y probada por la justicia, persistiendo en su teoría conspirativa que sólo sirve para socavar los cimientos de esta frágil democracia que, una vez más, la derecha se está encargando de romper. Sienta otro precedente peligroso en el historial de un partido que nunca ha condenado el régimen anterior y que, hoy más que nunca, parece más nostálgico y arrinconado que nunca, empeñado en empujar al abismo nuestra democracia en su particular descenso a los infiernos. En su suicidio político, no permitamos que se lleven nuestra democracia por delante. No otra vez por la fuerza de la mentira.

Publicado en Carne Cruda, de Magazine Siglo XXI, edición de Julio

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