Cuna del senatus populusque, ejemplo de democracia europea consolidada, miembro del selecto grupo de los siete países más industrializados y desarrollados. Nadie diría que Italia es, al mismo tiempo, uno de los estados más desacreditados del mundo occidental junto con Rusia. Tras veinte años de agonía de la democracia, la sociedad transalpina sigue sorprendiendo por su peculiar manera de hacer o, más correctamente, de dejar hacer política.
En estos primeros compases de la segunda venida de Il Cavaliere, con las calles y las conciencias agitadas por los saludos romanos, las quemas de campamentos gitanos y las vías napolitanas llenas de basura, la podredumbre del sistema se ha hecho más patente que nunca. La desmovilización de la mayoría del electorado y la radicalización de los extremismos son las causas fundamentales de esta decadencia institucional, pero para encontrar la raíz del retorcido desarrollo de la vida política italiana, hay que remontarse hacia atrás en la historia.
En la falsa transición de la Segunda Guerra Mundial, incluso antes de la rendición de los últimos bastiones fascistas en Saló, la política italiana ya había sido programada bajo una fuerte tutela occidental, que minimizase el poder del Partido Comunista, el más poderoso del país gracias a su compromiso partisano. Los antiguos aliados, temerosos de perder un bastión tan importante para el equilibrio de la Guerra Fría, desnaturalizaron el juego democrático para contrarrestar el marxismo, recurriendo a triquiñuelas electorales y a cientos de millones de dólares en ayudas a la reconstrucción.
El resultado de este orden orquestado desde el extranjero fue un sistema de tres partidos –la democracia cristiana, los socialistas y los comunistas de Errico Berlinguer-, diseñado al detalle para apaciguar la convulsa sociedad italiana y conducirla a derroteros más controlables, análogos a cualquier otra democracia “aburguesada”. Pese a la escasa soberanía del pueblo italiano sobre sus instituciones, las connivencias con el crimen organizado y al desgobierno tácito, Italia se mantuvo en equilibrio precario, potenciando su industria y participando en proyectos tan relevantes como la Comunidad Europea.
La imagen del primer ministro Giulio Andreotti encarcelado por sus tratos con la Mafia fue el canto del cisne para la inocencia política de los italianos. Los años noventa, con el desmembramiento de los partidos tradicionales y el avanzado estado de descomposición de todo el sistema, supuso el terreno perfecto para que el oportunista hiciese su salida triunfal. Forza Italia, partido-clan de Silvio Berlusconi, se encontró con la puerta abierta para vender su oferta política de fuegos de artificio, doble contabilidad y organigrama calabrés, nacida con el fin de buscar la adhesión sentimental más que para convencer a un electorado confuso y cansado de corrupción y mentiras.
La gangrena de la democracia italiana se hacía patente, mientras el país, dejado en manos de los ciudadanos mientras sus gobernantes se entretenían legislando para evitar la cárcel, se mantenía en un clima de bonanza económica, estable pese al expolio de las arcas públicas a manos de la clase dirigente. La izquierda, mientras tanto, sumó voluntades a imagen de su antagonista, unificando decenas de siglas y puntos de vista a menudo dispares en la frágil Margarita. Sirva ésta como ejemplo de falta de mensaje por propia indefinición y suya la culpa de esta segunda venida y tercer mandato de Berlusconi. Tan sólo un mensaje, falto de convicción: “no somos tan malos como él”.
Ninguno de los múltiples defectos del presidente, como su labia barriobajera, el discurso clasista o las múltiples cuentas pendientes con la justicia zanjadas por decreto, han conseguido que la izquierda multicolor conserve el gobierno. Tampoco su indeseable coalición con los estrafalarios xenófobos del norte adinerado y los despojos del llamado posfascismo –como si existiese un futuro para semejante distopía-. Una sociedad desencantada y nihilista ha vuelto a elegir a un líder de incapacidad probada. Será por falta de aspirantes o por falta de costumbre de un gobierno real.
Tras el triunfo electoral y la reconquista de la alcaldía romana, se han sucedido los gestos de autoafirmación. Las bravatas sobre los “fieles armados con fusiles siempre calientes”, la sempiterna loa al torpedo contra las pateras, la quema de ghettos para gitanos e inmigrantes y las decrépitas ceremonias con regusto a Nuremberg regadas de fascistoide panoplia tricolor. Nadie recuerda la caída de Mussolini, linchado, colgado y pisoteado por los milaneses ni que Nuremberg, escenario de los enormes desfiles nazis, fue también sede del tribunal que ajustició al fascismo.
De fondo, la sociedad, hastiada de políticos ladrones, se ha ido acostumbrando a gobernarse ella sola, pese a sus mandatarios. Manteniendo la estabilidad social en un país en el que los extremismos tienen lugar en las capas más elevadas del poder, tan lejos de la realidad que no hay apenas nadie que les haga caso. Italia no es sólo el crimen entronizado y el cenit del populismo. No es sólo el descrédito de la democracia y el pábulo del fascismo. Italia es la confirmación empírica de la anarquía, el más claro ejemplo de la ineficacia de un sistema en el que, en la práctica cotidiana, es el pueblo el que se gobierna a pesar de quien salga elegido en las urnas.