Es desconcertante asomarse a una ventana esperando el cobijo de la primera brisa de la noche y encontrarse con que el único transeúnte que rompe el silencio en toda la escasamente musical Calle Mozart (no encontraron otra peor que dedicarle, en obras permanentes, al lado de la macroestación de cercanías y un pretencioso centro comercial) es un cantante de ópera que ensaya en plena calle recién anochecida de camino a su casa, justo en frente a mi portal.
Es desconcertante y, al mismo tiempo, esperanzador. Mozart, súbitamente, ha dejado de removerse en su tumba madrileña. Aún existe la justicia poética. O eso, o estoy empezando a petar plomos por culpa de los exámenes.
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