Ayer se cumplieron 100 años de la Gran Vía, el gran mirador madrileño, el magnífico escaparate que esconde demasiadas trastiendas infames. Ya he hablado de ella, de sus paisajes y tipos humanos e infrahumanos, nada que no hayan hecho tantos otros. He conocido lugares de su geografía que ya no existen, aprendí a esquivar las bocacalles más dañadas por socavones y penurias e hice mía la sociología de banco de plaza arrellanado en Callao, esperando por alguna cita que no llegaba a su hora. Nada de eso será historia, de tan manido que parece el lugar más común para cualquiera que haya pisado alguna vez esta avenida de la CNT, de los Obuses, de Jose Antonio y de la URSS. Esconde esta ciudad callejones con más historia, más belleza y mejores vistas, pero ninguna atesora ese contrapunto salvaje que ofrece la Gran Vía. Las suelas de mis zapatos me llevan solas del Círculo de Bellas Artes a la alcantarilla sonora, del edificio Metrópolis al misterioso Oratorio, del supuesto Broadway de cartón piedra al colapso humano de la calle Desengaño. Y, a pesar de todo, es mejor que la Plaza de España no sea Trafalgar Square. Ayer la homenajearon reyes, turistas y políticos, mientras esta noche y todas las demás harán lo propio las putas y los desheredados. Todos ellos pueden reclamarla como suya.
kortatu -
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