El lunes, dicen las malas lenguas, los yankis mataron a Osama bin Laden tras más de diez años de "frenética" búsqueda y captura. Hoy miércoles, seguimos sin haber visto el cadáver que, según Washington, fue arrojado al mar poco después de su muerte. Mientras que el cadáver del Che o la captura de Saddam fueron difundidas por todos los medios, al líder de Al Qaeda le han reservado un discreto entierro pirata. El cachondeo en las redes sociales ha sido mayúsculo ante semejante despropósito del que apenas sabemos nada y lo que se anuncia, no es creíble. No es por ponerme conspiranoico, pero esta operación, al igual que el resto de la "guerra contra el terrorismo" suena a novela mal argumentada. No voy a comentar la cantidad de puntos oscuros que hay en el 11-S, porque para eso ya está Zeitgeist.
Partamos de la base de que bin Laden es un ciudadano saudí originario de Yemen hijo de una familia multimillonaria que ha medrado a base de hacer negocios con grandes fortunas occidentales, entre ellas la compañía Carlyle para la que trabajan todos los Bush. Con ellos y su dinero se embarcó Osama en la lucha contra la invasión soviética de Afganistán, en un pasado sospechosamente cercano. A partir de ahí, sin saber muy bien porqué, nuestro barbudo amigo Bin cayó del caballo proccidental y se unió a la yihad wahabbita. Su dinero y sus secuaces estuvieron en Bosnia, en Chechenia, en Indonesia, en los atentados en el sureste africano y, posteriormente, en el Afganistán de los talibán. A partir de ahí, todo se sabe, o eso nos dicen.
Hasta la madrugada del lunes en la que fue localizado, cercado y ajusticiado con dos tiros en la cabeza pese a estar desarmado. ¿No era más valioso vivo? ¿Por qué tardaron diez años en localizarle si se escondía a plena luz del día? ¿Por qué nadie comenta que su paradero fue conocido gracias a torturas en cárceles secretas? El supuesto enemigo público número uno del mundo libre no se escondía en una cochambrosa cueva de las áreas tribales de Tora Bora, sino en un lujoso complejo residencial al norte de la capital de Pakistán, como corresponde a un rico heredero. Algunos culparán al voluble gobierno de Islamabad, acusado de apoyar de soslayo a los talibán. Otros, los que áún no hemos visto el cadáver y no nos creemos las supuestas pruebas de ADN que proporciona el Pentágono, culpamos a EEUU. Alguien nos debe una explicación o empezaré a pensar que ni Obama es negro ni Aznar bebe vino.
Partamos de la base de que bin Laden es un ciudadano saudí originario de Yemen hijo de una familia multimillonaria que ha medrado a base de hacer negocios con grandes fortunas occidentales, entre ellas la compañía Carlyle para la que trabajan todos los Bush. Con ellos y su dinero se embarcó Osama en la lucha contra la invasión soviética de Afganistán, en un pasado sospechosamente cercano. A partir de ahí, sin saber muy bien porqué, nuestro barbudo amigo Bin cayó del caballo proccidental y se unió a la yihad wahabbita. Su dinero y sus secuaces estuvieron en Bosnia, en Chechenia, en Indonesia, en los atentados en el sureste africano y, posteriormente, en el Afganistán de los talibán. A partir de ahí, todo se sabe, o eso nos dicen.
Hasta la madrugada del lunes en la que fue localizado, cercado y ajusticiado con dos tiros en la cabeza pese a estar desarmado. ¿No era más valioso vivo? ¿Por qué tardaron diez años en localizarle si se escondía a plena luz del día? ¿Por qué nadie comenta que su paradero fue conocido gracias a torturas en cárceles secretas? El supuesto enemigo público número uno del mundo libre no se escondía en una cochambrosa cueva de las áreas tribales de Tora Bora, sino en un lujoso complejo residencial al norte de la capital de Pakistán, como corresponde a un rico heredero. Algunos culparán al voluble gobierno de Islamabad, acusado de apoyar de soslayo a los talibán. Otros, los que áún no hemos visto el cadáver y no nos creemos las supuestas pruebas de ADN que proporciona el Pentágono, culpamos a EEUU. Alguien nos debe una explicación o empezaré a pensar que ni Obama es negro ni Aznar bebe vino.
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