Y terminó la semana insana con una agradable sorpresa, servida en tacita de plata. Una huída del caos capitalino con destino al vértice de la bahía para reencontrarse con el Atlántico, aunque fuese bajo una lluvia que finalmente fue más benévola de lo que auguraban los oráculos. Un gaditano bien nacido me dijo hace muchos años que su ciudad era sol y no le entendí. Tuve que verlo in situ para sorprenderme cuándo las nubes decidieron esquivar la Caleta, el Mentidero y el Pópulo. Nunca es tarde para conocer el valor genuíno de ciertos tópicos, como el pescaíto frito, las huevas aliñás y las copas heladas de Tierra Blanca.
Lejos de nazarenos y capuchas de verdugo, la ciudad ofrece guiños mozárabes, reminiscencias modernistas y un aroma a decadencia atlántica que recuerda a la Baixa lisboeta. Cádiz libre y desafiante que retó a Napoleón y a Fernando VII, Cádiz de las cámaras oscuras que ven más allá del primer mercado cubierto, de la Plaza San Antonio y la Mina, la Alameda y el refugio a medias en las alturas de la calle Zaragoza. Hilando horarios de aviones, autobuses y trenes de cercanías, haciendo prodigios de orientación y desgranando una conversación constante, adictiva. Nunca pensé ser feliz tan al sur, he de reconocerlo.
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