He perdido la fe en los hombrecillos que salen en mi televisión. Sus pantallas hablan de un mundo que no es reconocible a pie de calle, una esfera irreal en la que se forman burbujas de activos, se paga con dinero que nadie llega nunca a tocar y términos como ajuste, recorte o austeridad enmascaran el cuatrerismo navajero de los especuladores, corporaciones y fondos de inversión. Los pescadores revuelven el río lanzando cartuchos de dinamita que impactan en la gran pantalla que ocupa nuestro salón. Nosotros, pobres pescaditos griegos, ibéricos o húngaros, flotamos aturdidos en la superficie a la espera de ser los próximos incautos que caen en las redes.
El sector financiero, las grandes corporaciones y la clase política desarrollan día a día una guerra de guerrillas contra aquello que se interpone en su camino al máximo beneficio: nosotros, esos ciudadanos adocenados que, según los gurús del gran negocio, impedimos el crecimiento a base de no querer desprendernos de lujos superfluos como la dignidad laboral, la sanidad pública o los subsidios sociales. No hablan de quién condujo a quién a la actual crisis, sólo de quién tiene que pagar los platos rotos. Y no serán ellos, váyanse haciendo a la idea.
Por eso, no saldrán adelante las tasas a los negocios financieros que recaudarían suficiente para rescatar cien veces nuestras economías -por no hablar de resolver el hambre en el mundo, que se haría realidad apenas con la décima parte- ni tampoco cambiarán las reglas del juego para evitar que los mercados somentan a los países a un proceso incontrolado de enriquecimiento y pobreza. La lucha del mundo financiero contra los derechos sociales ganados con sangre y fuego durante la Revolución Rusa -hablo de las vacaciones pagadas y la jornada laboral de 8 horas, no de otorgar el poder a los sóviets- es su lucha por enirquecerse sin reparos morales ni incidios de saciedad. Su expolio sólo merece un nombre: terrorismo. Quien lo ponga en duda, debería saber la cantidad de dinero que gana Israel manteniendo Gaza bloqueada y aislada del mundo o las primas que se reparten las mismas empresas avariciosas que provocan que a usted, compañero pringao, le recorten el sueldo, le suban los impuestos y le exijan que ponga buena cara. Vaya usted a la huelga, señor currante, nada va a cambiar.
Ahora, sus medios dóciles -esos que no señalan culpables y esconden deliberadamente el rastro del dinero- han iniciado una nueva yihad liberalizante. Su plan, como una intervención militar, sigue una estrategia de oleadas. La primera incluye un bombardeo masivo de malas noticias y peores perspectivas políticas y económicas. Con la población introducida contra su voluntad en una crisis repentina, los medios abren el grifo de la intoxicación y generan una ola contagiosa de pesimismo. Por último, cuando parece que nada más puede apretarnos aún más las tuercas, es cuando lanzan su golpe. Sumidos en trance, todos los canales entonan el mantra de la salvación universal: abaratar el despido creará más puestos de trabajo. No sólo son terroristas, sino que, además, nos han tomado por gilipollas.
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