Repasando nuestros libros de historia, la civilización occidental, la de Pericles, Séneca, da Vinci o Robespierre, ocupa un papel protagonista. Sin embargo, en los últimos tiempos, hechos cruciales no dejan de suceder al margen de EEUU y Europa. Mientras nuestros líderes debaten sin descanso, el mundo se ha puesto en pie para iniciar un cambio en el que no participamos. Como los bizantinos horas antes de la invasión otomana, nos entretenemos en nuestras pequeñas miserias y nuestras rivalidades de salón hasta que el curso de los eventos termine por expulsarnos a un plano marginal de la historia.
Pongamos un ejemplo, las revueltas árabes. Sin el patrocinio del llamado mundo libre, los ciudadanos de las tiranías de África y Medio Oriente se han embarcado en una oleada revolucionaria que podría reeditar la vieja gloria de 1789 y llevarla a dónde nosotros no pudimos o no quisimos exportarla. Los autócratas que hemos financiado durante décadas caen como fichas de dominó, incapaces de mantenerse un segundo más sobre la sangre y los dólares. Ante nuestra estupefacción, esos árabes que creíamos asilvestrados y sólo hábiles para ser gobernados con dureza y violencia están consiguiendo cambiar el mundo. Como en el sobrevalorado mayo del 68, pero en serio. La dignidad comienza a alzarse donde nadie la esperaba y los dirigentes de un lado y otro del Atlántico Norte apenas han sabido balbucear una respuesta.
Nuestra autocomplacencia no conoce límites. Más allá de los bellos discursos y la retórica ombligocéntrica, Occidente deja morir cada día a miles de personas sin que pase apenas nada. Nuestra incompetencia está matando a Haití, a Afganistán, a Somalia y a tantos otros. Es lógico que el resto del mundo nos odie. No sólo por nuestros vientres abultados por la codicia o por las guerras contra el terrorismo en las que todas las víctimas son civiles. Nos odian porque nuestra indiferencia coloca y financia a sus dictadores y les ayuda a perseverar sobre las espaldas de sus compatriotas. Pasa cada día y, siendo honestos, nos la suda.
Antes de que pase de largo el tren de la historia, tenemos diariamente ocasiones de redimirnos. Libia es una de ellas. En estos momentos, la revuelta contra el tirano terrorista Muammar al Gaddafi está a punto de ser derrotada por nuestra inacción. Los líderes occidentales parecen regodearse en sus discursiones interminables sobre cómo ayudar a los libios a liberarse, sin darse cuenta de que libios libres mueren cada día por culpa de nuestros intereses. No nos engañemos, Gaddafi es de los nuestros y por eso este teatrillo de condenar su dictadura sin combatirla nunca llegará a nada concreto. Pese a haber volado un avión lleno de occidentales sobre el cielo de Escocia no hace tantos años, Gaddafi ha sido rehabilitado y su petróleo y su dinero fluye a los bolsillos de Europa y Norteamérica. Por eso, la Unión Europea tiembla ante sus amenazas de cerrar el grifo del combustible y llenar el continente de "negros". Los que sí se han puesto manos a la obra son las demás dictaduras, como Siria y Argelia, que están decididas a poner armas y mercenarios en manos del tirano para ser luego recompensadas ampliamente.
Ahí está el error de Occidente: en lugar de ayudar a Gaddafi o a sus rivales, no están haciendo nada. No se ayuda directamente a los insurgentes de Bengasi para no enfadar del todo al dictador, pese a sacrificar esos principios de libertad, igualdad y fraternidad en los que tanto nos gusta envolvernos. No se ayuda a Gaddafi porque ahora no queda bien en cámara, aunque, con su silencio cómplice, Occidente nunca ha dejado de ser un aliado de hecho. Si tomasemos partido por fin, sea por el bando que sea, al menos podríamos aspirar a algo. A petroleo barato, a un régimen que nos deba su supervivencia o a la paz mental de dejar de ver morir personas al norte de África por culpa de nuestras armas. Sin embargo, como buena civilización en decadencia, preferimos esperar a ver a dónde llegaremos demasiado tarde. Nuestro silencio es cómplice y favorece sólo al mal. Es por eso que hoy, muchos occidentales caminamos con la cabeza gacha, cavilando lo poco que hemos tardado en convertirnos en el tercer mundo de la dignidad humana.
Pongamos un ejemplo, las revueltas árabes. Sin el patrocinio del llamado mundo libre, los ciudadanos de las tiranías de África y Medio Oriente se han embarcado en una oleada revolucionaria que podría reeditar la vieja gloria de 1789 y llevarla a dónde nosotros no pudimos o no quisimos exportarla. Los autócratas que hemos financiado durante décadas caen como fichas de dominó, incapaces de mantenerse un segundo más sobre la sangre y los dólares. Ante nuestra estupefacción, esos árabes que creíamos asilvestrados y sólo hábiles para ser gobernados con dureza y violencia están consiguiendo cambiar el mundo. Como en el sobrevalorado mayo del 68, pero en serio. La dignidad comienza a alzarse donde nadie la esperaba y los dirigentes de un lado y otro del Atlántico Norte apenas han sabido balbucear una respuesta.
Nuestra autocomplacencia no conoce límites. Más allá de los bellos discursos y la retórica ombligocéntrica, Occidente deja morir cada día a miles de personas sin que pase apenas nada. Nuestra incompetencia está matando a Haití, a Afganistán, a Somalia y a tantos otros. Es lógico que el resto del mundo nos odie. No sólo por nuestros vientres abultados por la codicia o por las guerras contra el terrorismo en las que todas las víctimas son civiles. Nos odian porque nuestra indiferencia coloca y financia a sus dictadores y les ayuda a perseverar sobre las espaldas de sus compatriotas. Pasa cada día y, siendo honestos, nos la suda.
Antes de que pase de largo el tren de la historia, tenemos diariamente ocasiones de redimirnos. Libia es una de ellas. En estos momentos, la revuelta contra el tirano terrorista Muammar al Gaddafi está a punto de ser derrotada por nuestra inacción. Los líderes occidentales parecen regodearse en sus discursiones interminables sobre cómo ayudar a los libios a liberarse, sin darse cuenta de que libios libres mueren cada día por culpa de nuestros intereses. No nos engañemos, Gaddafi es de los nuestros y por eso este teatrillo de condenar su dictadura sin combatirla nunca llegará a nada concreto. Pese a haber volado un avión lleno de occidentales sobre el cielo de Escocia no hace tantos años, Gaddafi ha sido rehabilitado y su petróleo y su dinero fluye a los bolsillos de Europa y Norteamérica. Por eso, la Unión Europea tiembla ante sus amenazas de cerrar el grifo del combustible y llenar el continente de "negros". Los que sí se han puesto manos a la obra son las demás dictaduras, como Siria y Argelia, que están decididas a poner armas y mercenarios en manos del tirano para ser luego recompensadas ampliamente.
Ahí está el error de Occidente: en lugar de ayudar a Gaddafi o a sus rivales, no están haciendo nada. No se ayuda directamente a los insurgentes de Bengasi para no enfadar del todo al dictador, pese a sacrificar esos principios de libertad, igualdad y fraternidad en los que tanto nos gusta envolvernos. No se ayuda a Gaddafi porque ahora no queda bien en cámara, aunque, con su silencio cómplice, Occidente nunca ha dejado de ser un aliado de hecho. Si tomasemos partido por fin, sea por el bando que sea, al menos podríamos aspirar a algo. A petroleo barato, a un régimen que nos deba su supervivencia o a la paz mental de dejar de ver morir personas al norte de África por culpa de nuestras armas. Sin embargo, como buena civilización en decadencia, preferimos esperar a ver a dónde llegaremos demasiado tarde. Nuestro silencio es cómplice y favorece sólo al mal. Es por eso que hoy, muchos occidentales caminamos con la cabeza gacha, cavilando lo poco que hemos tardado en convertirnos en el tercer mundo de la dignidad humana.
1 divagando:
Es una pena que tengas tanta razón
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