A menos de 24 horas para poner fin a la veintena, todo parece más o menos igual que siempre, como si el ritual de paso se hubiese olvidado de mí. Entrar en los treinta suena grandilocuente, como si la madurez estuviese asegurada y me estuviese esperando mañana a primera hora. Muchos a mi alrededor me recuerdan que esta será una fecha como otra cualquiera, en una edad como tantas otras, y que los treinta han perdido su significado de final de la juventud, en parte porque, en este mundo en recesión social, muchos cobramos sueldos de aprendiz que no dan más que para malvivir en pisos destinados a gente más acostumbrada al bullicio juvenil del apartamento a compartir. La crisis también nos ha robado los ritos iniciáticos y las ceremonias de paso a la madurez, transformándolos en un ir tirando entre día gris y día negro.
Mirando hacia atrás, no puedo quejarme de las tres décadas que ya he vivido. De los primeros diez años, recuerdo la casa en la que me crié, las manos de mi abuela, los recreos, mi perro jugando con los charcos de lluvia y los largos veranos de bañador, bici y pelota de futbol. Los diez siguientes fueron años de querer estar en la calle, me descubrieron el mundo y me enseñaron a escribir y las cuatro cosas que sé de la vida. Casi todas, primero me las dijo mi abuelo y luego las aprendí escarmentando en carne propia. Estos últimos diez o doce años los ha dibujado Madrid a mano alzada y Galiza a dolorosa distancia, con tachones, filigranas y anarquía. En ellos, he conocido cuantos lugares han estado al alcance y he recopilado un buen elenco de personajes que merecen una caña al menos una vez a la semana. He sabido lo que ganarme lo que es mío, a veces dejándome pedazos sangrantes de mi interior por el camino. Aprendí que el árbol se dobla, pero no hay viento capaz de desarraigarlo, y que hay que amar lo que se tiene como si fuese a perderse en cualquier momento.
Decía que nada varía ahora que terminan mis veinte y algo, pero visto de cerca, todo parece a punto de cambiar. La radio sigue llamandome a horas intempestivas, aunque hay socios y proyectos que prometen darle emoción a mi hoja de vida laboral. Escribo desde la terraza, encaramado sobre la Guindalera, pero pronto embalaré mis bártulos en cartón y me iré a vivir con ella. Adecuado cambio de escenario, en la compañía deseada, para jugarse en un mano a mano el reto de desafiar la rutina. No podía encontrar una aliada mejor para iniciar esta etapa. He ajustado cuentas con mi karma y puedo decir que he plantado un árbol, he hecho puenting, he cruzado el charco, he dormido al raso, he trabajado en lo que de verdad me gusta hacer, he botado con Rage Against the Machine, con Iggy Pop, con Soziedad Alkohólica y con Los Suaves, he probado los placeres amargos, he desfilado en el Mardi Gras, he enterrado a un amigo, he seguido aprendiendo y he escrito este libro sin páginas que ya tiene siete años. A menos de 24 horas de los treinta, estoy en paz conmigo mismo aunque me deje llevar por mil demonios. Si no, no sería lo mismo.