
Debió de ser entonces cuando la vi. Justo cuando sonaban los primeros acordes de Descending. En realidad, llevaba un rato delante de mí sin que los nubarrones de mi propia tormenta me dejasen verla. En la ventana, entre la fila de asientos y las pistas de aterrizaje, un ave extraña y enorme me observaba detenidamente. Encaramada a una grúa, me acompañaba una especie de gaviota oscura y desproporcionada, totalmente inmóvil. No sé, puede que fuese una golondrina, nunca me aprendí del todo los nombres de los pájaros. Pero lo que sí recuerdo es que aquel bicho no perdía detalle. Recuerdo haberme movido de sitio y quedarme frío al ver sus ojillos avizores siguiéndome atentamente. No entendía cómo podía haber atraído su atención. En medio de aquel barullo de azafatas, luces de colores, pasaportes y aviones de casi mil toneladas yendo y viniendo, ¿qué quería ese animal de mí?
Estaba tan absorto manteniéndole la mirada al pájaro, que tardé en darme cuenta. Sonó una voz en megafonía que me distrajo. Aquella sala de espera ya no era el mismo sitio, es decir, sí era el mismo aeropuerto, pero había cambiado totalmente el paisaje. A mi alrededor, un torbellino de monjas buscaba su puerta de embarque. Me refiero a que sólo podía ver una marea blanquinegra de abuelillas que cuchicheaban entre ellas, hipnotizadas ante las pantallas de próximos embarques. Una de ellas llevaba un sombrero mexicano en una mano. Un autentico sombrero charro de ala ancha.
Mis manos buscaron la cámara en mi mochila al mismo tiempo que se me escapaba de medio lado una sonrisa boba. Como no encontraron nada, se me heló el gesto en la cara al darme cuenta de que la mochila no estaba en su lugar. Escapando de la mirada inquisitiva de un pajarraco, había abandonado mi escaso equipaje en mitad de ninguna parte. Sobra decir hasta que punto me sentí idiota. Mientras me quedaba estupefacto de mi propia torpeza, notaba como me iba volviendo translúcido, vacío, únicamente dueño de la certeza de que la tierra me estaba tragando. Antes de que pudiese reaccionar para levantarme y buscar mis cosas, una mano me tocó en el hombro. Era la monja, con el sombrero charro en una mano y mi mugriento zurrón en la otra. El pájaro y las monjas se largaron antes de que pudiese sacar la cámara. Y, desde entonces, cada vez que vuelvo a un aeropuerto, dejo de sentirme invisible.
No es gran cosa, pero es una historia verídica. Pueden preguntar en Beauvais.
The Black Crowes -