Cuando levantó la vista, todo estaba en su sitio. Los asientos, los pasajeros, las puertas abiertas del vagón y el andén al otro lado de ellas. Normal, cotidiano, anodino. El mismo escenario de cada mañana y su agónico arrastrar de pies camino del trabajo. Las puertas se cierran. Unos leen el periódico, otros escuchan la soledad desde sus auriculares. Todos evitan la mirada. El tren se pone en marcha y a través de las ventanas va viéndose pasar, cada vez a mayor velocidad, los últimos metros que separan el andén del túnel, como fotogramas pasados a cámara rápida. Otra mañana como otra cualquiera, piensa mientras analiza distraídamente a sus vecinos de vagón. A su derecha, dormita un obrero andino de aire cansado. A su izquierda, una señora devora un best-seller, levantando las solapas de su libro para evitar lectores indiscretos. Enfrente, una joven manosea nerviosa unos apuntes fotocopiados. Entre medias, una masa informe de oficinistas, dependientas, estudiantes y somnolientos en general. Un regimiento de ojerosos, el paisaje habitual del metro a las siete de la mañana. Posiblemente, el lugar menos humano que haya conocido la humanidad.
