
Permitidme un pequeño flashback. Finales de julio, Islas Cíes, Praia de Rodas. A dos horas en barco hacia el oeste desde casi cualquier puerto de las Rías Baixas, se yerguen frente al Atlántico dos islas afiladas como colmillos. Enormes catedrales de piedra circundadas por arenales que pasarían por vírgenes. Llegamos, fondeamos, sumergirse rápido en el agua trasparente y una toalla sobre la cubierta para disfrutar de una puesta de sol salvaje, propia de tiempos primigenios que tan sólo podemos adivinar.
Al virar hacia el continente, se disipó de golpe el encanto. Desde Vilagarcía, al norte, y desde Vigo, por el sur, el humo negro devoraba la franja visible de tierra. Esa tarde, de manera simultánea, comezaron a arder más de cien kilómetros de costa en esa zona, justo mientras volvíamos de ver el sol derretirse en la línea del horizonte. Todo era fume, todo foi lapas. Doce días días de cielo enlutado, vida consumida por la codicia, muerte sin más rival que la vergüenza. Carraxe. Frente a nosotros, erguidas orgullosas frente al mar enbravecido, las Cíes observaban el fuego desde su prudencial indiferencia, recordándonos que su supervivencia agreste sigue dependiendo de lo lejos que se mantengan de nuestro alcance.
La nostalgia es una droga con efectos secundarios. Mételle lume.