El comienzo de año me sorprendió, como siempre, ebrio, rodeado de viejos amigos, desconectado, ajeno y lejano a mis paisajes habituales. Otro espejismo más de corto recorrido. Poco después, el camino de vuelta a Madrid (con escapada previa al nirvana), con los exámenes pisándome los talones y la incertidumbre de pasar parte de la Navidad en solitario. Rebuscando en vuestras bitácoras he encontrado una actividad insospechada y un desafío. No tenía pensado afrontarlo, pero la madrugada y el humo me han envalentonado a improvisar una versión libre del relato sobre el destino propuesto por Agúndez. Espero que os guste o que, por lo menos, no desluzca el nivel alcanzado por el resto de versiones. Ahora es tarde y mañana los Reyes de Oriente me traen unos apuntes fresquitos de Doctrina Social de la Iglesia. Ya me contareis.

Juan sube al avión por el pasillo enmoquetado del brazo mecánico. Traje a medida, zapatos lustrados, maletín de cuero y manos callosas de quien no nació para ser servido. Mirada inquisitiva y desconfiada, producto del medrar desde lo más bajo, con la única idea no seguir la tradición familiar de amasar miseria encadenado a una tierra ingrata. Anillos de oro y gemelos con sus iniciales esconden el pelo de la dehesa del venido a más. Media sonrisa desafiante, cabellos untados en brillantina espesa, vientre inflado de exceso que no recuerda lo que es la penuria. Cuarenta años atrás, con una maleta de cartón y un billete para ultramar, juró morir antes de volver a la tierra yerma de sus padres. Ahora, un subalterno cetrino descarga su equipaje del Mercedes blanco para acarrearlo al mostrador de fracturación.
Arriba, encaramado sobre las nubes, Juan sabe qué está sobrevolando. Se lo están diciendo a gritos sus entrañas. A miles de pies bajo su orondo trasero, su hogar sin morriña se extiende como una tela vieja cosida de retazos. Una turbulencia, traga saliva. A la tercera, mareos y remolino de azafatas en los pasillos. El piloto murmura leves excusas en una confusa lengua germánica mientras caen las máscaras de oxígeno. Las nubes quedan atrás y el suelo se hace grande en los ojos de buey del pájaro herido. Juan suda agua amarga que juega a suspenderse en el vacío desde su bigotillo. Vuelo en picado, gritos de histeria de los que se encomiendan a un dios duro de oído. Segundos antes de la colisión, vuelve a su mente el olor del establo, el sol de la vendimia, la voz de su padre. Todo su viaje hacia arriba se le revela como un sueño vano, un esfuerzo sin sentido de tortuga patas arriba, el camino de ida y vuelta de un escupitajo proyectado al aire. Demasiado tarde para mirar atrás. Las tradiciones familiares, antes o después, terminan por hacer valer su lógica inexorable. Entre el amasijo de hierros calcinados, los restos del indiano se funden con el barro que un día maldijo. Llámenlo justicia poética.