El último mutis de la democracia griega

El próximo jueves, el gobierno de coalición de Grecia cumple un año. Han sido doce meses convulsos, marcados por un pacto inestable entre los tres partidos que se someten a la égida de la troika: los conservadores del primer ministro Andonis Samaras, los socialistas del PASOK y los socialdemócratas de Dimar. Sin embargo, después de múltiples y polémicos recortes y reformas, de las cincuenta y dos semanas que dura ya este ejecutivo, la última de ellas será sin duda la peor. El jueves pasado, los griegos despertaron con la desagradable sorpresa de que su gobierno había decidido por decreto cerrar la radiotelevisión pública ERT, después de 75 años de historia. Bueno, en realidad, no era su gobierno, sino un tercio del mismo, ya que sólo el partido conservador ha apoyado la medida. Sus socios de centro izquierda se han desentendido de esta decisión, criticando que Samaras había decidido imponer el cierre de ERT por sorpresa y sin consultar al parlamento a sabiendas de que no contaría con los apoyos para aprobar tal medida.


Esta medida no pasa por ser un recorte más en un país que lucha por reequilibrar sus finanzas tras años de corrupción gubernamental y despilfarro generalizado. El cierre de ERT y las formas con las que se ha realizado muestra a las claras el delicado estado de la democracia en Occidente y, particularmente, en la zona euro. Si preguntásemos al azar a un ciudadano comunitario qué es la democracia y qué la caracteriza, probablemente nos hable de separación de poderes, de elecciones parlamentarias y libertades ciudadanas. Sin embargo, los países de la eurozona cuentan con nuevos ingredientes en sus gobiernos que nada tienen que ver con el funcionamiento normal y transparente de una democracia. Estos nuevos ingredientes vienen marcados por siglas opacas que generan mandatos ajenos a la voluntad popular y que, en muchos casos, son contrarios a esta voluntad e incluso lesivos para su ejercicio. Las decisiones que el BCE, la CE y el FMI toman a diario sobre la economía de tal o cual país puentean los programas electorales de sus gobiernos, los deseos de sus votantes y los derechos adquiridos de sus ciudadanos. En nombre de la consolidación presupuestaria, se nos han recortado los sueldos o nos hemos quedado sin trabajo, hemos perdido ayudas sociales, nos han subido los impuestos, se nos ha dificultado el acceso a becas y subsidios y se ha cambiado la sacrosanta constitución de 1978 sin consultar a la ciudadanía para que los acreedores exteriores puedan tomar decisiones sin consultarnos. De la mano de esta pérdida de soberanía, se nos han arrebatado dos derechos constitucionales, el derecho a una vivienda y a un empleo digno, es decir, nos han arrebatado la dignidad. En el horizonte, un nuevo atraco se cierne sobre nuestras pensiones. Y todo esto, ¿para qué? ¿Ha mejorado en algo nuestra situación económica después de tanto sacrificio? Lo cierto es que la situación económica ha mejorado, pero sólo la de aquellos que controlan los resortes de un sistema que vive de repartir la riqueza en las menos manos posibles y que ahora concentra el poder en las manos invisibles que se ocultan tras las siglas de la troika. En Grecia, por ejemplo, ahora el gobierno se ve legitimado a tomar cualquier rumbo, por nocivo que sea para su ciudadanía, amparado en el apoyo de las instituciones económicas que provocaron la caída del anterior gobierno y la formación de un ejecutivo de tecnócratas sin respaldo de las urnas ni legitimidad democrática. 


En este proceso de arrebatarnos nuestra independencia y seguridad económica, los grandes poderes se ven en la necesidad de dar marcha atrás a muchos derechos ciudadanos para evitar trabas que consideran innecesarias. Sólo así puede entenderse el cierre fulminante y por decreto ley de la televisión pública helena, a la que seguramente seguirán otros canales en Portugal, Irlanda, Italia, Chipre y, por supuesto, el estado español. El cierre de ERT supone un golpe definitivo al concepto del medio de comunicación social y de servicio público y, por ende, a la democracia. Sin periodistas que no trabajen bajo la presión de los anunciantes y las audiencias, como los de las privadas, ¿quién será entonces el último resorte de independencia informativa? Está claro que quienes mandan ahora no quieren que se sepa demasiado de sus manejos. Caen en saco roto las excusas del gobierno, que asegura que cierra el canal y despide a sus casi 3.000 trabajadores porque considera excesivo el presupuesto de 300 millones de euros anuales que cuesta mantener ERT. Sólo hay que estudiar su plan de futuro, que prevé reabrir el canal con sólo 700 empleados, ahorrando a las arcas del estado sólo 100 millones. Y digo "sólo" porque si el gobierno ha tomado esta decisión para evitar el gasto excesivo, sus cuentas no cuadran, ya que sólo conseguirá ahorrar una tercera parte del presupuesto despidiendo a tres de cada cuatro trabajadores. Eso sí que son recortes eficaces, ya que lejos de generar ahorro, lo que fomentan es la docilidad de los 700 periodistas que formen parte de la nueva ERT después de su doma y castración. Por eso tienen especial valor la ocupación de las frecuencias por parte de los trabajadores de la ERT y la huelga general de los sindicatos contra la clausura de los canales públicos. Cuentan con el apoyo de sus compañeros de los medios privados, que han dejado de emitir información e incluso han cedido sus frecuencias, y también de gran parte de la ciudadanía y el arco parlamentario. Por eso es quizá más significativo que, el mismo día que Grecia se convirtió en el primer país de la UE sin televisión pública, el país pasase de ser considerado desarrollado a ser emergente.


Entre manifestaciones, ocupaciones y disensiones en el gobierno ha ido pasando esta semana, que culminará el jueves con el aniversario del gobierno tripartito apadrinado por la troika. Mañana martes, el consejo del Estado heleno tiene la última oportunidad para revertir las decisiones unilaterales del primer ministro y su camarilla, aunque se da por supuesto que no se atreverá. De hacerlo, recibiría el respaldo del pueblo heleno, aunque se supone que podría preferir contentar a los únicos que han defendido el cierre de los medios públicos en Grecia: la canciller alemana Angela Merkel y el comisario económico de la UE, Olli Rehn. En ellos parece residir la soberanía nacional, da igual de qué país europeo nos refiramos. Todo se hace de espaldas a la ciudadanía que, sin unos medios libres e independientes, pierde la última salvaguarda contra este gobierno único de saqueadores que, a fuerza de lucrarse a costa de lo público, ponen en riesgo la democracia que a duras penas nos ampara contra su expolio. Los síntomas de la debilidad de este sistema político nos devuelven a un panorama propio de los años 30 del siglo pasado: una crisis económica y social prolongada en la que la ciudadanía pierde la confianza en las instituciones debido a la falta de soluciones que aportan y a la multitud de casos de corrupción que albergan, sumando al resurgimiento de la escoria neonazi y a la concentración masiva de poder y dinero en las fauces de muy pocos. La troika y los inversores de riesgo juegan a la ligera con la estabilidad democrática y pueden despertarse un jueves cualquiera con el resurgir de los totalitarismos o con una revolución que pida sus cabezas. Ellos prefieren jugar con fuego, aunque arrasen la sociedad en el proceso, llevándola a la guerra, la tiranía y el hambre. ¿O acaso es precisamente eso lo que quieren?

Desertando de EEUU


En los ochenta y noventa, durante mi niñez, recuerdo que la palabra desertor tomó un cariz heroico. Desertaban los berlineses orientales que se atrevían a cruzar el muro, los supervivientes de Tiananmen o los atletas del Este que aprovechaban las competiciones internacionales para escurrir el bulto a Occidente. Hoy en día, tras tirar de sus peanas las estatuas de Lenin, los voceros globales aseguran que la libertad más absoluta campa a sus anchas en el mundo entero, salvo los cuatro borrones que suponen Cuba, Corea del Norte, Irán y Siria. Sin embargo, en las últimas semanas se está resquebrajando a marchas forzadas uno de los mitos fundacionales de la postguerra fría, el que encumbra a EEUU como paladín de las libertades ciudadanas y la democracia. En nombre de esas libertades "duraderas", el Pentágono entró a sangre y fuego en Afganistán e Irak comandado por George W. Bush y para quitar de en medio a los enemigos de esas libertades, Washington abrió un campo de concentración en el enclave cubano de Guantánamo, un lugar tan recóndito que ningún abogado ha sido capaz de entrar, ni tampoco llega la jurisdicción del Tribunal Penal de la Haya ni se aplican los derechos de los prisioneros de guerra que reconoce la Convención de Ginebra. 


Cuando a Bush hijo le reemplazó Barack Obama, los heraldos del stablishment cantaron las alabanzas de un hombre que encarnaba el cambio con tanta magnitud, que se exigió que le concedieran el Nobel de la Paz antes incluso de que tuviese tiempo de merecerlo. Por eso, una legislatura después, los aviones no tripulados continúan asesinando impunemente a civiles afganos y pakistaníes, los mercenarios de Blackwater siguen custodiando la zona verde de Bagdad y los marines continúan torturando inocentes en Guantánamo. Han leído bien, he escrito tortura e inocentes. Las prácticas interrogatorias que EEUU permite a sus soldados son de sobra conocidas, al igual que un dato crucial que desveló Amnistía Internacional: sólo tres de los 800 detenidos en el penal cubano han sido condenados, mientras el resto espera un juicio que nunca va a llegar. Pese a Guantánamo, pese a la pésima gestión del Katrina, pese a las matanzas esporádicas en institutos y centros comerciales, EEUU sigue vendiendo al mundo una imagen de limpieza y democracia que la investigación y las filtraciones se están encargando de destruir. Hace poco menos de un mes, hablábamos del espionaje del Departamento de Justicia a la agencia AP y la cadena CBS y de las pesquisas ilegales del FBI en el mail de un periodista de FOXNews. Más recientemente, la pasada semana, comenzó el juicio contra Bradley Manning, el soldado analista de inteligencia responsable de filtrar a Wikileaks un vídeo en el que se ve la frialdad con la que unos militares estadounidenses asesinan a unos civiles iraquíes, entre otros documentos clasificados


Sin embargo, el culmen del descrédito para Obama ha llegado este fin de semana, con la filtración del plan gubernamental para que el NSA y el FBI espíen y controlen las comunicaciones online. Edwars Snowden, un joven de 29 años que trabajó como consultor de los servicios secretos, desveló esta información a The Guardian y al Washington Post, dejando en evidencia que la inteligencia de Washington no tiene nada que envidiar a los métodos intrusivos de la Stasi. El propio Obama cavó aún más su tumba cuando salió a la palestra para criticar la filtración y asegurar que el espionaje online es legal, evidenciando así que él mismo lo había autorizado mediante una orden secreta. Bueno, no tan secreta desde el mismo momento en el que Obama la mencionó ante la prensa, incumpliendo a su vez las leyes de protección de secretos. A partir de ahí, el guión es ya conocido. El gobierno estadounidense denuncia ante la prensa que las filtraciones frenan la lucha contra el terrorismo, Snowden deserta a Hong Kong para evitar la extradición y el juicio sumarísimo como Manning o Julian Assange y la credibilidad de Obama se va por el retrete. Las críticas le llueven y no precisamente desde el rincón republicano o desde el frente exterior, sino desde su propia base electoral, el Chicago Tribune, el New York Times y el Washington Post. ¿Les acusarán también a ellos de traidores por difundir el escándalo o de racistas por criticar al primer presidente negro? Obama, al igual que sus predecesores, ama tanto a las libertades que las asfixia a fuerza de aplicarles el abrazo del oso. 


Quizás era de eso de lo que hablaba con el nuevo dictador chino, Xi Jinping. El régimen chino y su oligarquía teñida de vago maoísmo es el modelo por el que suspiran los ultraliberales de la escuela de Viena, los inversores de riesgo y los directivos de multinacionales. Si ese es el mundo al que aspiran, las filtraciones, más que justificadas, son auténticos actos de heroísmo necesarios para defender la libertad de expresión. Los pensadores del capital miran con nostalgia la cohesión social que conseguían los viejos régimenes estalinistas a fuerza de espionaje y tortura. Por eso sus ciudadanos denuncian los secretos inconfesables del estado. Y, por eso mismo, se ven obligados a desertar para evitar la misma prisión que sufren Leonard Peltier, Mumia Abu Jamal o Bradley Manning. Quizás, como en la URSS de los ochenta, los dirigentes no sospechan que esos desertores son la primera brecha que reducirá su imperio a cenizas.

Prensa libre en el país de las caenas

Ayer, las portadas de los diarios y las tertulias de radio y televisión continuaban rumiando los tiras y aflojas del PP respecto al posible retorno de un fantasmagórico Aznar. Alguna pincelada de economía, otro atentado terrorista y la última polémica entre centralismo y separatismo, poco más. Los periodistas parecen haber olvidado dos noticias que, a mi entender, nosotros como informadores deberíamos considerar cruciales para llevar a cabo nuestra misión social de servir de vehículo a la libre expresión e información del ciudadano. Me refiero a la detención de dos fotógrafos, Raúl Capín y Adolfo Luján, a los que la policía imputa unos más que discutibles cargos de atentado contra la autoridad. Tan peligrosos deben de ser nuestros compañeros de la prensa gráfica que la policía vio necesario ir a detenerles a la misma puerta de su casa, una crueldad innecesaria que nunca veremos con otros arrestados de más postín, como Díaz Ferrán o algún miembro casquivano de la familia real. Para adornar aún más esta operación, existen pruebas de que los agentes arrancaron a Capín su brazalete de prensa, mientras que a Adolfo Luján se le acusa del delito de calumnia contra los órganos públicos por publicar en las redes sociales algo que mucha gente a pie de calle podría corroborar: que la policía secreta se infiltra en las manifestaciones para "reventarlas", lanzando objetos a los antidisturbios para justificar cargas contra movilizaciones por lo general pacíficas.


Este último dato es espeluznante. ¿Es que acaso han vuelto a penalizarse los delitos de opinión? Para que exista tal delito de calumnia, la policía debería probar de manera irrefutable que Adolfo Luján les ha imputado un delito a sabiendas de que tal delito no se ha cometido. En primer lugar, el delito de reventar manifestaciones provocando violencia no está tipificado en el código penal. En segundo, es difícil que la policía pruebe que los hechos denunciados por Luján son mentira, teniendo en cuenta que la policía no es capaz de investigar cuál de sus agentes fue el que golpeó con ensañamiento al fotógrafo Daniel Nuevo y a una menor, ni cuál fue el mosso de esquadra que disparó a quemarropa una pelota de goma a Ester Quintana sacándole un ojo o quién fue el beltza que mató a Iñigo Cabacas. Todo lo que rodea la actuación policial está inmerso en una sospechosa nube de humo, en la que la crítica a la violencia innecesaria está penada con la cárcel. Da igual que sea un fenómeno que se repite con una gravedad alarmante, especialmente en lo tocante a los medios. Sólo instituciones internacionales, como Amnistía Internacional, pueden permitirse el lujo de poner el acento en la brutalidad estatal. De momento. Aunque también de momento ninguna de las 447 detenciones arbitrarias que se han realizado desde el 15 de mayo de 2011 ha acabado en condena, incluso Raúl Capín y Adolfo Luján, que ya están en la calle. De momento.

Más allá de la dureza del Estado con los manifestantes y los ataques descarados a las libertades fundamentales, lo realmente flagrante es la connivencia de ciertos medios y ciertos periodistas, dedicados a criminalizar la protesta y a sus participantes sin reparar en las consecuencias. Consecuencias para sus compañeros y para la prensa en su conjunto. El caso de ABC es el más flagrante. Ayer, después de varios días presionando a la policía para que detuviese a los fotógrafos, el diario monárquico se descolgó con un titular que viola cualquier código deontológico. ABC, en la pluma de Carlos Hidalgo, titula: Detenidos dos supuestos fotógrafos por agredir a la policía en protestas. En lugar de reflejar la presunción de inocencia del detenido, algo que toda la prensa aplica a cualquier sospechoso, incluso a los jóvenes que degollaron al soldado de Londres y que aparecían arma en ristre y cubiertos de sangre, los "compañeros" de ABC deciden aplicar la presunción a la profesión de los detenidos, introduciendo un juicio de valor que les retrata y evidencia intenciones turbias. Todo sospechoso es presunto autor de un crimen hasta que un juez lo decida. Cualquier periodista que usurpe ese poder mientras escribe una noticia se equivoca, entre otras cosas porque para eso están las columnas de opinión, los tertulianos y las barras de los bares.


Lo realmente grave no es que un medio colabore con la demolición de la libertad de expresión y manifestación, lo que me revuelve el estómago es el enorme silencio cómplice del resto de medios en todo lo que se refiere a temas que podrían molestar al poder. Si el periodismo se arruga ante el poder, ¿para qué servimos los periodistas? Algunos creen que apuntar para que otros actúen es legítimo en esta profesión, como criticaron en tiempos de Pepe Rei. Ahora se vuelven las tornas y los esbirros demuestran día a día que su precio es cada vez más barato. Y mientras tanto, cada vez somos menos libres y menos conscientes de ello.

Obama, el enemigo de la prensa libre

Últimamente, los lunes se están convirtiendo en una penuria para la imagen del actual inquilino de la Casa Blanca. El lunes pasado, su portavoz, Jay Carney, tuvo que tragar saliva varias veces mientras intentaba explicar a la prensa por qué el Departamento de Justicia espió las llamadas de la agencia Associated Press hace un año. Por supuesto, todo ese esfuerzo de depurar responsabilidades tenía por objetivo reiterar una y otra vez que el inmaculado Obama supo de las actividades del Departamento de Justicia precisamente por la prensa. Cuando las aguas parecían volver a su cauce, ayer Jay Carney volvió a sudar ante las preguntas de los corresponsales en la Casa Blanca. En primer lugar, porque ayer salió a la luz que el alcance de la operación de espionaje en AP era mucho mayor de lo publicado, incluyendo el pinchazo de los móviles de cinco periodistas y de los teléfonos fijos de otros tres y de varios faxes corporativos. De hecho, el director ejecutivo de AP, Gary Pruitt, aseguró el pasado domingo en la cadena CBS que el espionaje gubernamental está entorpeciendo el trabajo de su nada subversiva agencia de noticias, principalmente su contacto con fuentes anónimas que temen que sus datos sean revelados por acción o torpeza de los funcionarios de Justicia. 


En segundo lugar, porque ayer se publicó que el FBI accedió a los mails de un periodista de la aún menos sospechosa cadena Fox News en 2009. El periodista en cuestión en James Rosen, corresponsal jefe de la cadena en la Casa Blanca, que en aquel entonces investigaba al régimen norcoreano. El FBI sabía que Rosen contaba con una fuente en Washington que le desvelaba información del Departamento de Estado. Pese a que la identidad de las fuentes está protegida por el secreto profesional en la mayoría de los países civilizados, la agencia federal no detuvo su investigación sobre el "topo", sino que decidió tomar un enfoque distinto. Por ello, el FBI acusó a Rosen de cooperar con Corea del Norte para poder aplicarle la normativa antiterrorista y acceder semilegalmente a su correo electrónico. Una vez dentro, consiguió la identidad de la garganta profunda del departamento de estado, que será juzgado por ello en los próximos meses. Cuando Rosen protestó por la violación de su secreto profesional, fue acusado de cómplice criminal y el FBI presionó a Google para que le facilitase el acceso a su mail cuando fuese necesario. Demasiadas trabas para la libre prensa, perseguida criminalmente en un país que se enorgullece de defender la libertad ante todo. 


Nadie sabe hasta qué punto Barack Obama es el responsable directo de ambos casos de espionaje a la prensa, al igual que tampoco se sabe hasta qué punto está dispuesto a continuar permitiendo que medio centenar de seres humanos sigan pudriéndose en Guantánamo sin derecho a juicio o a eludir la tortura. Poco bagaje democrático para el que fue premio Nobel de la Paz menos de un mes después de ser elegido. Quizás el problema es que sí, se puede, pero no, no se quiere.

10 años después de la invasión de Irak


Hoy se cumplen diez años del inicio de la invasión estadounidense a Irak. Sin embargo, pocos podrán asegurar sin temor a equivocarse que el país del Tigris y el Eúfrates ha mejorado su situación en esta última década. Ayer, la insurgencia suní celebró este aniversario con una cadena de atentados que ha costado al menos 52 víctimas chiíes. Mientras, la frágil democracia iraquí implantada tras la invasión se mantiene inoperante, fragmentada por las fracturas políticas y religiosas, infectada por la corrupción, incapaz de hacer frente al terrorismo interior y sostenida únicamente en la financiación y la protección extranjera. Precisamente, las tropas del Pentágono no terminan de retirarse del todo, aunque cada vez les acompañen menos aliados de los 34 que formaron en 2003 la coalición multinacional contra las supuestas armas de destrucción masiva que sirvieron de excusa a la mayor operación de pillaje de la historia, aunque sea, después de todo, una operación fallida. Hace una década, vimos al gobierno de EEUU mentir y fabricar pruebas falsas ante su Congreso y ante la ONU, forzando a aliados tan cercanos como Tony Blair o José María Aznar a hacer lo mismo. Hasta la fecha, nadie ha respondido por estas mentiras, ni por las 100.000 víctimas civiles que provocó el conflicto (casi un millón según la encuesta Lancet 2006), ni por el expolio de la riqueza iraquí. ¿Todo ello mereció la pena para derrocar a un tirano? Habría que preguntarlo en Samarra, en Ciudad Sadr o en Kirkuk. Sin embargo, Irak no es el único que sufrió la derrota. Mirando fríamente los datos, se puede decir que EEUU y, por extensión, todo Occidente perdió esa guerra. Los únicos vencedores del conflicto son las empresas que se lucraron con la invasión, con petroleras como Halliburton, Chevron, Shell o ExxonMobile, fabricantes de armas como Lockheed Martin, constructoras como Betchel o gestoras de mercenarios (contratistas en el lenguaje del imperio) como Blackwater, Custer Battles o Aegis. Ellos esquilmaron Irak, mientras las arcas de EEUU y sus aliados han asumido más de 2 billones de dólares en costes. Normal que, diez años después de que comenzase la guerra, un 53% de los estadounidenses encuestados por Gallup consideren la de guerra de Irak un error comparable a la de Vietnam.


En EEUU, hablar de secuelas de la guerra no deja de ser un tópico. En Irak y Afganistán, el ejército estadounidense ha sufrido un total de 6.550 bajas, a las que hay que sumar unos 30.000 soldados que volvieron a casa mutilados o con secuelas psicológicas. Sin embargo, según un informe de Rand, se calcula que hasta unos 300.000 militares estadounidenses se confiesan traumatizados por la guerra. Esta realidad se hace evidente al pasear por cualquier ciudad de EEUU, en las que centenares de excombatientes de cuatro guerras distintas malviven en las cunetas y los callejones de los downtown. Las guerras en las que el Pentágono se ha embarcado en la primera década del siglo XXI han supuesto un gran negocio a nivel económico, pero una derrota inapelable desde el lado humano, teniendo en cuenta que, por cada soldado muerto en combate en la "guerra contra el terrorismo", otros 25 se suicidan al volver a casa. Estrés post-traumático, pérdida de uno o más miembros, depresión, alucinaciones y adicciones diversas son la cosecha que los reclutas traen de vuelta, donde les recibe una de las sociedades más violentas de Occidente, una sociedad en la que, cada hora, tres personas son asesinadas a balazos, una sociedad en la que los tiroteos en institutos y centros comerciales se repiten cada pocos meses. Este es el escenario en el que se fragua la historia de Chris Kyle, el francotirador más letal de la historia de EEUU.


El mes pasado, el exmarine de élite Chris Kyle fue asesinado por otro veterano de guerra mientras ejercitaba su "arte" en un campo de tiro del condado de Erath, en su Texas natal. Kyle se hizo famoso tras publicar un libro narrando sus cuatro misiones en Irak como miembro del cuerpo de élite de los Navy Seals, en las que asegura haberse cobrado cerca de 250 víctimas con su rifle de francotirador, 150 según las cifras oficiales del Pentágono. Esta efectividad le valió dos estrellas de plata y cinco de bronce y el apelativo de "el diablo de Ramadi" entre la población iraquí. En el punto álgido de su carrera, la insurgencia llegó a ofrecer 80.000 dólares de recompensa por su cabeza por misiones tan honrosas como asesinar a una madre con su hijo en brazos, como confiesa en su biografía, "American Sniper". A su vuelta a EEUU, Kyle intentó mejorar su imagen lanzando una fundación de apoyo a los veteranos que, a la larga, ha terminado por costarle la vida. El mismo día de su muerte, Chris Kyle se reunió con uno de tantos veteranos que acudió solicitar su apoyo, el marine de 25 años Ernie Ray Routh, aquejado de estrés postraumático y depresión como muchos otros supervivientes. Nadie sabe el contenido de esa conversación, salvo que, horas más tarde, Routh localizó a Kyle y a su amigo Chad Littlefield en un campo de tiro y los acribilló a ambos a balazos. Un síntoma más de un país enfermo por una violencia estructural que va más allá de la guerra contra las drogas en las calles o contra el terrorismo en Oriente Medio.


Pasa el tiempo y lo sucedido en esta última década no abandona nuestras retinas. La invasión sólo ha germinado en más violencia, más atentados, más odio. Colin Powell y George Bush mintiendo en la ONU, las manifestaciones contra la guerra en todo el mundo, el tanque yanqui que asesinó impunemente a José Couso, la caída de la estatua de Saddam, las torturas indecentes de Abu Ghraib, la resistencia numantina de Faluya, la ausencia absoluta de respeto a los derechos humanos, los atentados múltiples, la ejecución de Saddam, Wikileaks o, más recientemente, los videos de soldados españoles torturando prisioneros iraquíes. Todas estas imágenes forman parte ya de la historia universal de la infamia, esa que no deja de rellenar volúmenes día a día. Hace diez años, medio planeta salió a la calle para intentar detener la guerra. Nadie podrá negar ahora que teníamos razón.


Corrupción sin cifras oficiales


Esta mañana, el presidente del Banco Central ruso, Sergei Mijailovich Ignatiev, aparece en la prensa denunciando que, en el último año, casi 50.000 millones de dólares salieron ilegalmente del país, un 2'5% de su PIB. Ignatiev, que se retira dentro de cuatro meses tras once años en el cargo, dejó escapar esta cifra con una alarmante despreocupación, al tiempo que atribuyó esta fuga de capitales a pagos por droga o armas y a sobornos a funcionarios y empresarios, que atribuyó a "un grupo bien organizado de individuos". Ignatiev señala que, pese a que el botín de la corrupción ha supuesto pérdidas de 11.000 millones al magro erario público ruso, no se trata de una mala noticia, ya que supone un descenso significativo respecto a los 80.000 millones evadidos en 2011. Respecto a los responsables, algunos apuntan al entorno de Putin, señalado en 2009 cuando el abogado Sergei Magnitsky fue asesinado bajo custodia policial mientras investigaba una red de fraude fiscal con ramificaciones estatales.

 
Datos como estos no son nuevos. En algunos países se tienen en cuenta estas cifras a la hora de calcular el clima empresarial o las expectativas de comercio. Otro cargo público, en este caso el jefe anticorrupción del gobierno nigeriano, denunciaba en 2006 que las autoridades habían robado 380.000 millones de dólares desde que el país africano declaró su independencia en 1960. Semejante cálculo asusta en primera instancia, pero invita a una reflexión posterior. Si países de dudosa reputación en cuanto a corrupción son capaces de cuantificar la pérdida exacta de riqueza que generan estas actividades, ¿por qué no en España? Vagamente se citan cifras manidas, como el supuesto 20% del PIB que genera la economía sumergida, aunque nadie, ni la Agencia Tributaria, ni la Policía Nacional ni la Fiscalía Anticorrupción se atreven a dar un número. En lugar de verdadera transparencia, el gobierno ofrece amnistías fiscales a los delincuentes. Existe un equilibrio de fuerzas mediante el que nadie se atreve a tirar de la manta por temor a que su propia inmundicia se vea expuesta. Ayer y hoy, el Congreso ha celebrado el debate sobre el estado de la nación y se ha hablado largo y tendido sobre corrupción, señalando con el dedo al PP por el tufillo a financiación ilegal que desprende la doble contabilidad del tesorero Bárcenas. Sin embargo, pocos partidos parecen tener las manos suficientemente limpias para señalar a los culpables. Unos tienen su Valencia y su caso Gürtel, otros Andalucía y el caso Campeón, o a caso Palau, o Millet. Quizás es que, para hacernos una idea de hasta qué punto nos roban, no debamos preguntar en los despachos del Congreso, sino en los bancos de Suiza.


Mañana se celebran elecciones en Chipre, en las que será elegido el presidente que reciba el más que probable "rescate" de la UE. La situación no sería peor de lo que parece si no fuese porque el propio resultado de las votaciones será un factor determinante a la hora de que los 27 decidan si entregar 17.000 millones de euros para frenar el colapso de la banca chipriota. 17.000 millones de euros que equivalen al PIB del país y que lo encadenarán a una deuda insalvable, como la que pesa sobre su vecina Grecia. El actual presidente, Dimitris Christofias, es el único líder comunista de toda la Unión, algo que no resulta del agrado de la mayoría de sus socios. El favorito de Angela Merkel y de la troika -y por tanto favorito en las encuestas- es el conservador Nicos Anastasiades, al que se vende como una salida a la crisis después de cinco años de comunismo, al acusan sin rubor de dar apoyo a redes rusas de lavado de dinero. Sin embargo, la economía chipriota es una de las principales víctimas de los errores del gobierno económico de la UE. El hundimiento de la economía chipriota se fraguó durante la negociación del segundo rescate a Grecia. En aquel momento, después de que las recetas de la troika agravasen aún más la situación económica de Grecia, se estableció una quita sobre la deuda del país heleno, lo que en la práctica supuso que la banca chipriota perdiese sus múltiples inversiones en el país vecino. 4.500 millones de euros es el precio de los parches chapuceros de la troika. Después de que su petición de ayuda a la UE fuese desdeñada sin contemplaciones, Christofias y su gobierno intentaron evitar el colapso buscando financiación en lugares insólitos. Siguendo el ejemplo de las ventas masivas de deuda española e italiana a inversores estatales chinos, Nicosia consiguió un préstamo de 5.000 millones de euros de Rusia, una cantidad que ha resultado insuficiente, debido a que la presión de los mercados ha multiplicado por tres las pérdidas de la banca chipriota. 



La historia reciente de Chipre dentro de la UE es la de un amor no correspondido. La isla mediterránea ha buscado en la integración europea el punto y final a un pasado miserable. Desde tiempos remotos, la isla nunca ha tenido un gobierno propio, sino que ha ido pasando por manos griegas, fenicias, asirias, persas, macedonias, egipcias, romanas, bizantinas, árabes, venecianas, otomanas y británicas hasta alcanzar la independencia en 1960, el mismo año de la descolonización de gran parte de África. Tras apenas catorce años de convulsa democracia, la dictadura militar griega patrocinó un golpe de estado liderado por el progriego Nicos Sampson. Este golpe de efecto buscaba sumar apoyos al laguideciente régimen de los coroneles y avanzar hacia la enosis, el proyecto nacionalista de unión política entre Grecia y Chipre que obviaba completamente al 30% de población de origen turco. A las pocas horas de que Sampson asumiese el poder, el ejército turco invadió el norte de la isla para defender a la minoría turcochipriota, lo que provocó la desbandada de los golpistas en Chipre y la caída de los coroneles en Grecia en apenas ocho días. Desde entonces, en Chipre conviven dos estados separados por un muro. El último intento de reunificación fue el referéndum de 2004, organizado por Kofi Annan, en el que un 63% de los turcos votaron a favor, pero sólo obtuvieron el respaldo de un 35% de los grecochipriotas. El sur entró entonces en solitario en la UE junto a otros nueve países del este de Europa. Ahora, los líderes de la Unión entran en la campaña electoral chipriota para mover los hilos a su favor. Anastasiades vencerá mañana, a buen seguro, y Chipre recibirá su rescate y, por desgracia, servirá para tan poco como ha servido hasta en dos ocasiones en la vecina Grecia. La Unión Europea debería aprender del pasado antes de intervenir a la ligera en sus estados miembros. Un error de Bruselas hundió a la banca chipriota intentando salvar a la de Grecia, al igual que en otras ocasiones sus medidas de austeridad que prometían crecimiento sólo han generado paro y pobreza. Al igual que los coroneles de Grecia en 1974, la troika mueve sus piezas en Chipre sin entender que se juega su propio futuro.

Corea del Norte presume de campos de concentración


Esta mañana, Occidente desayuna con la noticia de que Corea del Norte es visible a través de Google Maps por primera vez desde su creación. Hasta ahora, el régimen de los Kim formaba una enigmática mancha blanca en el mapamundi online por antonomasia, dejándonos con ganas de saber qué se escondía tras el velo del "paraíso juche". Para conocer la realidad norcoreana, nos teníamos que conformar hasta ahora con algún documental grabado con cámara oculta o, en caso de vivir en la península ibérica, se podía negociar un viaje "guiado" al país, previo pago de varios miles de euros al aristócrata catalán Cao de Benós, el autoproclamado embajador oficioso de Pyongyang en Europa Occidental.

Desde esta mañana, todo está a la vista. Recorriendo el mapa sin necesidad de forzar demasiado el zoom, se pueden divisar las carreteras, las ciudades, los accidentes geográficos y también cuatro sospechosas manchas grises, más grandes en tamaño que la ciudad de Pyongyang, la mayor del país. Ampliando la imagen, descubrimos en el mapa la leyenda que nos desvela qué es lo que estamos viendo: los temidos gulags de "reeducación". Dos de ellos se sitúan en el centro del país, el número 18, llamado Bukchang, y el de Yodok, cercano a las factorías de las ciudades de Hamhumg y Hungnam. Al norte, junto a las fronteras de China y Rusia, está el campo de Hwasong, el mayor conocido hasta el momento en el hermético país estalinista, y el número 22, Hoeryong. Haciendo zoom en este último "lager", vemos que incluye al menos tres núcleos de población en su interior, y mirando aún más de cerca, los letreros nos anuncian los barracones para prisioneros, la zona donde cortar y apilar leña, la mina de carbón, los depósitos y las oficinas de seguridad. Todo a la vista de todos, como si a nadie pareciese aberrante la existencia de campos de concentración. Eso sí, nada nuevo para los servicios de inteligencia internacionales, que manejan desde hace años la cartografía ignominiosa de los gulags norcoreanos gracias a prisioneros huidos y satélites espía.

El "milagro" de la apertura de Corea del Norte a Google no se debe tanto a su nuevo líder, Kim Jong-un, como al viaje a este país del presidente del buscador, Eric Schmidt, la pasada semana, una visita que la Casa Blanca no dudó en calificar de inapropiada. No sabemos qué sucedió durante esa visita para que Pyongyang decidiera romper su codiciado hermetismo, el caso es que nada de este leve aperturismo repercutirá en los norcoreanos, que no podrán ver su país en el mapa por la sencilla razón de que la intranet tolerada por el gobiernono permite visitar Google. Recordemos que Corea del Norte es un país diezmado por la hambruna y el aislamiento, un país en el que uno de cada cuatro ciudadanos forma parte del cuarto ejército más numeroso del mundo, uno de cada tres ha sido arrestado alguna vez, uno de cada cuarenta está actualmente preso y uno de cada cinco reconoce que alguno de sus familiares directos ha muerto de hambre. Un país todavía en guerra con su vecino del Sur desde hace casi sesenta años, algo que no conviene olvidar, un Sur gobernado hoy día por la hija del antiguo dictador Park Chung-hee.

 
Este movimiento parece dibujar un trazo más en la errática trayectoria de Kim Jong-un, un jefe de estado de edad inciertamente fechada entre los veinte y los treinta, recién casado y, desde principios de año, padre primerizo. Desde que comenzó su andadura como Querido Líder -título pomposo de rimbombancia irónica para un sátrapa enloquecido, como lo fueron el de su padre y su abuelo-, Kim Jong-un ha propuesto reformas económicas al estilo chino para frenar la carestía crónica de su pueblo, al tiempo que ha sucumbido al estilo alucinado y mesiánico de su padre, forzando la construcción de un mural que comenmora su ascenso al poder de más de medio kilómetro de largo, tan grande que sólo lo ven los satélites. Siguiendo su estilo ciclotímico, mimó durante un tiempo a los comandantes de su padre, para acabar haciéndoles renunciar o desaparecer. Moderó durante un tiempo el lenguaje hacia Corea del Sur y Occidente y llegó a hablar de reconciliación y reunificación en su mensaje de fin de año, hasta que Naciones Unidas aprobó reforzar las sanciones contra el régimen. 

Esta misma semana, un Kim desconocido hasta ahora ha amenazado con represalias a EEUU, Seúl y a toda la ONU. En manos de este impredecible joven está el botón nuclear y las vidas de más de veinticuatro millones de norcoreanos. Ahora, el régimen exhibe sus campos de exterminio, donde abundan las torturas, los experimientos aberrantes, los abortos forzados y la barbarie psicológica, con una desvergüenza desconocida hasta ahora. Incluso Hitler y Stalin se avergonzaban de sus propios lagers. Incluso la tiranía china, que desde las potencias occidentales se ve con aprobación por su pujanza económica y con envidia por su carencia de derechos laborales, se ha molestado en esconder o camuflar sus campos de concentración de la mirada de Google Maps. Será que en Pyongyang, a fuerza de aislarse, los mandamases han olvidado lo que pasa cuando los tiranos se confian, una lección que Kim Jong-un podría haber aprendido de viejos amigos de su padre como Gaddafi o Mubarak.

Políticos y terroristas


Ayer, un grupo de manifestantes irrumpió en una conferencia en la que participaba el ministro de Cultura, José Ignacio Wert, para denunciar los recortes emprendidos en educación. Wert, como era de esperar, empleó la palabra terrorismo para criticar a los que le interrumpieron y apeló a la libertad de expresión para zafarse de sus críticos. Siguiendo el mismo guión, la consejera de educación del gobierno aragonés, Dolores Serrat, ha denunciado por acoso a los manifestantes de la Marea Verde de Zaragoza. ¿Su delito? Montar una torre de tuppers en su calle, denunciando la política de becas de comedor. 


Los políticos son una especie cínica, de la familia de los chivatos, los palmeros, los topos y los piscineros. Por eso, gritan agresión cada vez que alguien les afea su conducta porque, claro, los pobres no están acostumbrados a que nadie les tosa. Sólo hablan de libertad y de derechos civiles cuando se les amenaza con el código penal. Últimamente, llego a la misma conclusión en múltiples conversaciones; en este país tenemos un problema de corrupción tan grande porque los representantes políticos no tienen miedo a las represalias de sus actos. Los defraudadores no temen al fisco, los prevaricadores no se esconden de los jueces, los imputados pervierten las leyes y los ventajistas hacen ostentación de sus chanchullos. 


El ejemplo más reciente de impunidad desvergonzada es el del exconsejero madrileño de sanidad, Juan José Güemes, que dirige la empresa privada a la que se acaba de adjudicar el servicio que él mismo privatizó cuando ejercía su función pública. Sabe que puede hacerlo y que no habrá consecuencias de ningún tipo, como tampoco las habrá para los expresidentes y exministros enrolados en las antiguas empresas públicas que ellos mismos privatizaron. Puede que durante días Güemes sufra el escarnio público, al igual que su mujer cuando gritó su famoso "que se jodan" o cada vez que su suegro gana la lotería, pero sabe que las represalias no pasarán de ahí. Y ese es precisamente el problema, nadie persigue el expolio de lo común que está llevando a cabo la generación más mediocre y avariciosa de la política estatal. Ya que sus señorías han demostrado repetidas veces no tener vergüenza ni conciencia, al menos deberían tener miedo a las consecuencias de sus actos. 


Ayer, dos desconocidos dispararon contra la sede del partido que gobierna Grecia con fusiles de asalto. Como todas las desgracias que sufren los países traicioneramente rescatados terminan siempre llegando a nuestras costas, ésta tampoco será una excepción. La rabia que nace de la impunidad de quien se enriquece ilícitamente, de quien ha hecho fortuna llevándonos a la ruina, de quien es insensible al dolor y al hambre que provoca, terminará por volverse en su contra más temprano que tarde. Y cuando llegue ese momento, gritar terrorismo no les servirá para librarse. ¿Quién es el terrorista? ¿Quiénes son los culpables?

Hoy se cumple un año de la muerte de Fraga y en su memoria, descubrirán un busto en el Senado ensalzando su labor como padre de la democracia. Para que no se olvide quién fue el señor exministro, nada mejor que las palabras que escuchamos hace un año.


Belfast reinicia el proceso de autodestrucción



El otro día, un amigo que conoce el terreno me dio la voz de alarma. Belfast vuelve a estar en pie de guerra desde hace más de un mes y los medios españoles han obviado cualquier información al respecto o lo han tratado de manera distante, sin comprender porqué vuelve a haber barricadas en las calles, pintadas amenazantes y tiroteos esporádicos. Hace dos semanas, cinco parlamentarios recibieron en sus domicilios un sobre con una bala en su interior. Desde los sangrientos años sesenta, todo norirlandés, republicano o unionista, sabe perfectamente lo que implica una carta como esta, una última advertencia del que exige tu silencio o tu exilio a cambio de no enviarte otra bala por medios más expeditivos. La retirada de la bandera británica de la fachada del ayuntamiento de Belfast es el motivo de este flashback desde los años de plomo. 


El pasado 3 de diciembre, el Consejo de la Ciudad decidió por votación que la Union Jack dejase de ondear en el edificio salvo en días señalados, tras más de un siglo de presencia ininterrumpida, gracias a la mayoría de votos con la que cuentan los partidos proirlandeses sobre los probritánicos. Tal decisión ha provocado un estallido de violencia unionista, centrado en la policía autonómica y en los representantes del Sinn Fein y los aconfesionales del Alliance Party, que hasta el momento ha dejado más de sesenta policías heridos y cien detenidos en los disturbios, entre ellos un pequeño energúmeno de apenas once años. 


Hoy, por ejemplo, sí ondea la bandera británica en el consistorio local, debido al cumpleaños de Kate, la esposa del príncipe. Al igual que en la jornada de hoy, otras dieciseis fechas han sido consideradas dignas de ondear la Union Jack, todas ellas vinculadas a la monarquía británica, tal y como sucede en cualquier condado de Sussex o las Highlands. Hasta la votación del 3 de diciembre, el de Belfast era el único ayuntamiento de todo el Reino Unido en el que la bandera ondeaba todos los días del año, reflejando una mentalidad de conflicto, de ocupación frente a resistencia, más propia de los tiempos previos a los acuerdos de Viernes Santo que pusieron fin a la guerra entre el IRA y el ejército de la Reina. 


Si bien la sociedad civil ha avanzado y se ha cohesionado sin precedentes en los últimos quince años, la minoría probritánica no parece haber asumido la pérdida de su hegemonía. Como sucede con otros movimientos unionistas, los lealistas se sienten defraudados por la paz y agraviados por un nuevo statu quo en el que han perdido una supremacía que consideraban garantizada por la corona y por las armas. Su mayor grupo paramilitar, el Ulster Defence Association, también firmó un alto el fuego como el del IRA, que levantó una fuerte polémica y generó la escisión de grupos radicalizados. Son esos grupúsculos los que agitan ahora las protestas en las calles de Belfast, azuzados por la pérdida de la mayoría protestante al frente del ayuntamiento y por el fuerte incremento de la pobreza en la zona. 


En Belfast, más de ochenta muros y alambradas militarizadas separan a la población según su fidelidad a Londres o a Dublín. Pese a que los protestantes son mayoría demográfica y política en el norte de Irlanda, debido a más de doscientos años de oleadas de colonos ingleses y escoceses, a esta comunidad le invade la sensación de pérdida de terreno constante frente al "enemigo" ancestral. En las protestas de los últimos días, menores de diez y once años se codean en los disturbios con veteranos de la guerra sucia y de los Troubles. Su reclamación es sencilla y no dudan en apelar al victimismo y a la violencia para reforzarla. El extremismo de estos unionistas corre el riesgo de iniciar de nuevo la espiral de violencia, dando nueva munición a los aislados disidentes del IRA. 


Todo este caldo de cultivo culminará el sábado con una gran protesta, en principio pacífica, ante el consistorio de Belfast. Antes y después de esta protesta, ambos lados deberían centrarse en desarmar una bomba que sus representantes políticos se encargan de cebar día a día. Más allá del debate sobre la presencia de la bandera, el gobierno autonómico y ambas comunidades carecen de políticas e iniciativas que refuercen o incluso inicien la reconciliación. La creciente falta de oportunidades laborales, unida al desarraigo de la juventud y al deterioro de los barrios populares, son los auténticos problemas que afectan a la sociedad del norte de Irlanda. Llegará un momento en el que el conflicto madure de tal manera que permita reformular la presencia del Ulster dentro del Reino Unido o plantear la unidad de toda Irlanda bajo un único gobierno. 


Mientras tanto, el progreso se consigue con pies de plomo, como la retirada de la bandera, reinstaurando cierta normalidad que permita que los enemigos vivan juntos, aunque aprendiendo a no cruzarse y a evitar gestos autodestructivos, como las marchas orangistas en los barrios católicos de cada verano o los atentados de disidentes contra la policía. Hasta entonces, sólo queda esperar que las armas continúen su silencio otros quince años mientras la sociedad decide a dónde quiere avanzar sin violencia.

Rito iniciático


A menos de 24 horas para poner fin a la veintena, todo parece más o menos igual que siempre, como si el ritual de paso se hubiese olvidado de mí. Entrar en los treinta suena grandilocuente, como si la madurez estuviese asegurada y me estuviese esperando mañana a primera hora. Muchos a mi alrededor me recuerdan que esta será una fecha como otra cualquiera, en una edad como tantas otras, y que los treinta han perdido su significado de final de la juventud, en parte porque, en este mundo en recesión social, muchos cobramos sueldos de aprendiz que no dan más que para malvivir en pisos destinados a gente más acostumbrada al bullicio juvenil del apartamento a compartir. La crisis también nos ha robado los ritos iniciáticos y las ceremonias de paso a la madurez, transformándolos en un ir tirando entre día gris y día negro. 
Mirando hacia atrás, no puedo quejarme de las tres décadas que ya he vivido. De los primeros diez años, recuerdo la casa en la que me crié, las manos de mi abuela, los recreos, mi perro jugando con los charcos de lluvia y los largos veranos de bañador, bici y pelota de futbol. Los diez siguientes fueron años de querer estar en la calle, me descubrieron el mundo y me enseñaron a escribir y las cuatro cosas que sé de la vida. Casi todas, primero me las dijo mi abuelo y luego las aprendí escarmentando en carne propia. Estos últimos diez o doce años los ha dibujado Madrid a mano alzada y Galiza a dolorosa distancia, con tachones, filigranas y anarquía. En ellos, he conocido cuantos lugares han estado al alcance y he recopilado un buen elenco de personajes que merecen una caña al menos una vez a la semana. He sabido lo que ganarme lo que es mío, a veces dejándome pedazos sangrantes de mi interior por el camino. Aprendí que el árbol se dobla, pero no hay viento capaz de desarraigarlo, y que hay que amar lo que se tiene como si fuese a perderse en cualquier momento.
Decía que nada varía ahora que terminan mis veinte y algo, pero visto de cerca, todo parece a punto de cambiar. La radio sigue llamandome a horas intempestivas, aunque hay socios y proyectos que prometen darle emoción a mi hoja de vida laboral. Escribo desde la terraza, encaramado sobre la Guindalera, pero pronto embalaré mis bártulos en cartón y me iré a vivir con ella. Adecuado cambio de escenario, en la compañía deseada, para jugarse en un mano a mano el reto de desafiar la rutina. No podía encontrar una aliada mejor para iniciar esta etapa. He ajustado cuentas con mi karma y puedo decir que he plantado un árbol, he hecho puenting, he cruzado el charco, he dormido al raso, he trabajado en lo que de verdad me gusta hacer, he botado con Rage Against the Machine, con Iggy Pop, con Soziedad Alkohólica y con Los Suaves, he probado los placeres amargos, he desfilado en el Mardi Gras, he enterrado a un amigo, he seguido aprendiendo y he escrito este libro sin páginas que ya tiene siete años. A menos de 24 horas de los treinta, estoy en paz conmigo mismo aunque me deje llevar por mil demonios. Si no, no sería lo mismo.

Same old song


Nueva Orleans de nuevo bajo la tormenta. Justo ayer se cumplieron siete años desde que el huracán Katrina arrasó la ciudad, inundando el 80% de su superficie y dejando el resto en manos de la suerte. Hoy, los medios proclaman que la ciudad se ha salvado de una nueva catástrofe pero, como hace siete años, están olvidando parte fundamental de los hechos. El huracán Isaac, un fenómeno de menor fuerza que el Katrina y que descendió a categoría de tormenta tropical en cuanto tocó tierra, ha conseguido rebasar parte de los diques que el gobierno aseguró que mantendrían la ciudad a salvo durante siglos. La parroquia de Plaquemines, al norte, ha sido inundada de nuevo, devolviéndonos a la retina imágenes de hace siete años. Casas sumergidas hasta la segunda planta, familias subidas a los tejados esperando el rescate y supervivientes apiñados en barcazas. El horror que juraron haber solucionado se repite de nuevo y no es descabellado pensar que otra tormenta de potencia similar al Katrina vuelva a arrasar Nueva Orleans, quizá para siempre. No en vano la llaman "the city that care forgot".


Hoy hace siete años, la entonces gobernadora demócrata de Louisiana, Kathleen Blanco, ordenó la evacuación total de la ciudad, incluidos los barrios que no habían sido afectados por el Katrina. Días antes, los residentes habían sido conducidos al Superdome para que se refugiaran, confinando en un espacio inhóspito a más de veinte mil personas y permitiendo que la ley del más fuerte fuese degenerando. Robos, violaciones y peleas bajo la mirada inmóvil de trescientos guardias nacionales, cuya única misión era la de evitar que los refugiados, casi todos ellos negros, abandonasen el estadio. Uno de los evacuados se arrojó al vacío desde las gradas más elevadas, sobrepasado por la devastación y la degradación de lo que fue su hogar. Poco después, Blanco pidió al gobierno federal y a los estados vecinos el envío de tropas para frenar los saqueos. Lo que recibió fue a 24.000 soldados recién llegados de Irak que impusieron su ley sin cortapisas legales o constitucionales. Los 10.000 millones de dólares en ayudas prometidas por Washington tardaron casi cuatro años en llegar y se invirtieron en remozar el centro financiero de la ciudad y en unos diques irrompibles que ayer reventaron en dos tramos. 


El actual gobernador republicano de Louisiana, Bobby Jindal, ya ha pedido a la Casa Blanca más ayuda para paliar los daños. El huracán Isaac ha complicado mucho el plan de gentrificación de Nueva Orleans, con el que la clase política y los promotores prentenden convertir el sur del estado en una nueva Florida a la que acudan a jubilarse plácidamente ancianos acomodados de todo el país. Su plan es sencillo. La reconstrucción tras el Katrina se hizo a expensas de la población más pobre y con la finalidad de decolorar racialmente una ciudad en la que cuatro de cada cinco habitantes son negros. Por ello, algunos barrios que resistieron intactos a la tormenta han sido derribados y se ponen trabas burocráticas a quienes regresan desde Baton Rouge o Houston, como se muestra en la serie de David Simon, Treme. Pone la piel de gallina internarse en el Ninth Ward y ver como nueve de cada diez parcelas albergan viviendas en ruinas o simplemente cimientos desenterrados. Sin embargo, su plan para atraer rentas más altas a la ciudad falla en el mismo punto en el que los diques no soportan el embate de la crecida en el rio Mississippi y el lago Pontchartrain. Su codicia urbanística no había previsto la necesidad de construir barreras duraderas. Por eso, en Nueva Orleans, los meses de agosto acaban en tragedia. Inexplicablemente, no dejo de pensar en volver, mientras quede algo en pie. Sé que merecería la pena porque, de algún modo, sé que la Crescent City seguirá ahí, negándose testarudamente a convertirse en ruinas para turistas.


El lustro robado


Hoy, 9 de agosto, se cumplen cinco años desde el comienzo de la crisis. Aquel día aprendimos los que significaba subprime y comenzamos a ver como sumas multimillonarias de dinero público comenzaban a trasvasarse desenfrenadamente al sector financiero. Un 9 de agosto de 2007, el Banco Central Europeo y la Reserva Federal de EEUU inyectaron 90.000 millones de euros en los mercados, después de que el banco francés BNP Paribas reconociese que 3 de sus fondos se habían vaciado completamente. A partir de ese momento, comenzó la cuesta abajo. Tras varios años jugando con fuego en los mercados de derivados, muchos bancos y fondos de inversión comenzaron a venirse abajo. Primero fue el británico Northern Rock, que solicitó ayuda estatal en septiembre de ese mismo año y fue finalmente nacionalizado en febrero de 2008. El verano siguiente, fue el turno de las prestamistas estadounidenses Freddie Mac y Fannie Mae, que sirvieron de teloneros del gran batacazo financiero, el de Lehman Brothers. En aquellos días, nos dijeron que todo estaba resuelto, que el mercado se autoajustaría por sí solo y que era necesaria una reforma ética del capitalismo. Todo mentira, evidentemente. Pocos meses después, la crisis se trasladaba del sector financiero al estatal con el descubrimiento del enorme fraude contable en las finanzas públicas de Grecia. Y el resto ya es sobradamente conocido. Dinero público sale de las arcas del estado para sanear a los bancos y éstos emplean los fondos en seguir especulando en lugar de ofrecer créditos a la economía real.


Aún hoy, cinco años después, seguimos escuchando que la crisis no es producto de la avaricia desmedida de eso que se conoce como mercados. Según los iluminados de la economía en crisis, la culpa es del ciudadano, ese que pidió créditos sin saber si podía pagarlos hasta ahogarse en plazos y letras. Todos lo hemos visto, empleados con contratos temporales comprándose una segunda vivienda y las autopistas plagadas de Audis y Porsches Cayenne. Pero esta supuesta verdad no es del todo cierta. Según un estudio recientemente publicado por ATTAC, el 49'9% de los hogares españoles no tenía ningún tipo de crédito o deuda en 2008, por lo que de ninguna manera pudieron provocar el colapso bancario ni endeudarse por encima de sus posibilidades. Por otra parte, analizando los datos del 50% restante, se ve claramente como la mayor carga de deuda corresponde a las rentas más elevadas, del mismo modo que podemos comprobar que la mayor parte de la deuda privada corresponde a empresas y no a particulares, y de esas empresas endeudadas, el 95% cuentan con más de 250 trabajadores. 


Existe un enorme interés en desviar la atención del problema de fondo, que es la incapacidad del sistema económico para evitar su propio colapso. Gracias a la desregulación financiera que iniciaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher en los 80 y que continuaron Bill Clinton, Tony Blair y todos los presidentes del gobierno español en los años siguientes, la banca de inversión emplea fondos de la banca convencional para enriquecerse con complejos productos financieros. Hipotecas subprime, credit default swaps y preferentes son bombas de relojería que reventaron en sus manos, pero todos estamos obligados a pagar los desperfectos. A nadie parece importarle que, tras cinco años intentando tapar el problema con dinero de los servicios públicos, el agujero es cada vez más grande y la recesión parece retroalimentarse. Nadie parece darse cuenta de que toda la riqueza no se ha destruido, sino que se concentra cada vez en menos manos, en fondos opacos, en sicavs exentas de impuestos y en cuentas de paraísos fiscales. 


Por eso, cuando sube el paro o el IVA o se desmantela algún pedazo del estado del bienestar, los iluminados de la crisis se apresuran a repartir culpas entre todos, no vaya a ser que nos dé por enfadarnos de verdad y comencemos a exigir responsabilidades a los banqueros irresponsables, los políticos cómplices, los grandes evasores de impuestos o a los que se divierten inaugurando con fondos públicos aeropuertos sin aviones. Y, a decir verdad, tienen razón, llevan cinco años robándonos a manos llenas y no hemos sido capaces de ponerle remedio. Nuestra indiferencia sí está por encima de nuestras posibilidades. Un lustro después, comenzamos a ver cada vez más cerca la pobreza y preparamos las maletas para emigrar, mientras continúa la barra libre de dinero público. No saber decir basta al expolio sí que es culpa nuestra. No haber aprendido nada en estos cinco años es culpa nuestra. Para todas las demás responsabilidades, hagan caso al gran Lester Freamon, miren hacia arriba y sigan el rastro del dinero.
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