El último mutis de la democracia griega

El próximo jueves, el gobierno de coalición de Grecia cumple un año. Han sido doce meses convulsos, marcados por un pacto inestable entre los tres partidos que se someten a la égida de la troika: los conservadores del primer ministro Andonis Samaras, los socialistas del PASOK y los socialdemócratas de Dimar. Sin embargo, después de múltiples y polémicos recortes y reformas, de las cincuenta y dos semanas que dura ya este ejecutivo, la última de ellas será sin duda la peor. El jueves pasado, los griegos despertaron con la desagradable sorpresa de que su gobierno había decidido por decreto cerrar la radiotelevisión pública ERT, después de 75 años de historia. Bueno, en realidad, no era su gobierno, sino un tercio del mismo, ya que sólo el partido conservador ha apoyado la medida. Sus socios de centro izquierda se han desentendido de esta decisión, criticando que Samaras había decidido imponer el cierre de ERT por sorpresa y sin consultar al parlamento a sabiendas de que no contaría con los apoyos para aprobar tal medida.


Esta medida no pasa por ser un recorte más en un país que lucha por reequilibrar sus finanzas tras años de corrupción gubernamental y despilfarro generalizado. El cierre de ERT y las formas con las que se ha realizado muestra a las claras el delicado estado de la democracia en Occidente y, particularmente, en la zona euro. Si preguntásemos al azar a un ciudadano comunitario qué es la democracia y qué la caracteriza, probablemente nos hable de separación de poderes, de elecciones parlamentarias y libertades ciudadanas. Sin embargo, los países de la eurozona cuentan con nuevos ingredientes en sus gobiernos que nada tienen que ver con el funcionamiento normal y transparente de una democracia. Estos nuevos ingredientes vienen marcados por siglas opacas que generan mandatos ajenos a la voluntad popular y que, en muchos casos, son contrarios a esta voluntad e incluso lesivos para su ejercicio. Las decisiones que el BCE, la CE y el FMI toman a diario sobre la economía de tal o cual país puentean los programas electorales de sus gobiernos, los deseos de sus votantes y los derechos adquiridos de sus ciudadanos. En nombre de la consolidación presupuestaria, se nos han recortado los sueldos o nos hemos quedado sin trabajo, hemos perdido ayudas sociales, nos han subido los impuestos, se nos ha dificultado el acceso a becas y subsidios y se ha cambiado la sacrosanta constitución de 1978 sin consultar a la ciudadanía para que los acreedores exteriores puedan tomar decisiones sin consultarnos. De la mano de esta pérdida de soberanía, se nos han arrebatado dos derechos constitucionales, el derecho a una vivienda y a un empleo digno, es decir, nos han arrebatado la dignidad. En el horizonte, un nuevo atraco se cierne sobre nuestras pensiones. Y todo esto, ¿para qué? ¿Ha mejorado en algo nuestra situación económica después de tanto sacrificio? Lo cierto es que la situación económica ha mejorado, pero sólo la de aquellos que controlan los resortes de un sistema que vive de repartir la riqueza en las menos manos posibles y que ahora concentra el poder en las manos invisibles que se ocultan tras las siglas de la troika. En Grecia, por ejemplo, ahora el gobierno se ve legitimado a tomar cualquier rumbo, por nocivo que sea para su ciudadanía, amparado en el apoyo de las instituciones económicas que provocaron la caída del anterior gobierno y la formación de un ejecutivo de tecnócratas sin respaldo de las urnas ni legitimidad democrática. 


En este proceso de arrebatarnos nuestra independencia y seguridad económica, los grandes poderes se ven en la necesidad de dar marcha atrás a muchos derechos ciudadanos para evitar trabas que consideran innecesarias. Sólo así puede entenderse el cierre fulminante y por decreto ley de la televisión pública helena, a la que seguramente seguirán otros canales en Portugal, Irlanda, Italia, Chipre y, por supuesto, el estado español. El cierre de ERT supone un golpe definitivo al concepto del medio de comunicación social y de servicio público y, por ende, a la democracia. Sin periodistas que no trabajen bajo la presión de los anunciantes y las audiencias, como los de las privadas, ¿quién será entonces el último resorte de independencia informativa? Está claro que quienes mandan ahora no quieren que se sepa demasiado de sus manejos. Caen en saco roto las excusas del gobierno, que asegura que cierra el canal y despide a sus casi 3.000 trabajadores porque considera excesivo el presupuesto de 300 millones de euros anuales que cuesta mantener ERT. Sólo hay que estudiar su plan de futuro, que prevé reabrir el canal con sólo 700 empleados, ahorrando a las arcas del estado sólo 100 millones. Y digo "sólo" porque si el gobierno ha tomado esta decisión para evitar el gasto excesivo, sus cuentas no cuadran, ya que sólo conseguirá ahorrar una tercera parte del presupuesto despidiendo a tres de cada cuatro trabajadores. Eso sí que son recortes eficaces, ya que lejos de generar ahorro, lo que fomentan es la docilidad de los 700 periodistas que formen parte de la nueva ERT después de su doma y castración. Por eso tienen especial valor la ocupación de las frecuencias por parte de los trabajadores de la ERT y la huelga general de los sindicatos contra la clausura de los canales públicos. Cuentan con el apoyo de sus compañeros de los medios privados, que han dejado de emitir información e incluso han cedido sus frecuencias, y también de gran parte de la ciudadanía y el arco parlamentario. Por eso es quizá más significativo que, el mismo día que Grecia se convirtió en el primer país de la UE sin televisión pública, el país pasase de ser considerado desarrollado a ser emergente.


Entre manifestaciones, ocupaciones y disensiones en el gobierno ha ido pasando esta semana, que culminará el jueves con el aniversario del gobierno tripartito apadrinado por la troika. Mañana martes, el consejo del Estado heleno tiene la última oportunidad para revertir las decisiones unilaterales del primer ministro y su camarilla, aunque se da por supuesto que no se atreverá. De hacerlo, recibiría el respaldo del pueblo heleno, aunque se supone que podría preferir contentar a los únicos que han defendido el cierre de los medios públicos en Grecia: la canciller alemana Angela Merkel y el comisario económico de la UE, Olli Rehn. En ellos parece residir la soberanía nacional, da igual de qué país europeo nos refiramos. Todo se hace de espaldas a la ciudadanía que, sin unos medios libres e independientes, pierde la última salvaguarda contra este gobierno único de saqueadores que, a fuerza de lucrarse a costa de lo público, ponen en riesgo la democracia que a duras penas nos ampara contra su expolio. Los síntomas de la debilidad de este sistema político nos devuelven a un panorama propio de los años 30 del siglo pasado: una crisis económica y social prolongada en la que la ciudadanía pierde la confianza en las instituciones debido a la falta de soluciones que aportan y a la multitud de casos de corrupción que albergan, sumando al resurgimiento de la escoria neonazi y a la concentración masiva de poder y dinero en las fauces de muy pocos. La troika y los inversores de riesgo juegan a la ligera con la estabilidad democrática y pueden despertarse un jueves cualquiera con el resurgir de los totalitarismos o con una revolución que pida sus cabezas. Ellos prefieren jugar con fuego, aunque arrasen la sociedad en el proceso, llevándola a la guerra, la tiranía y el hambre. ¿O acaso es precisamente eso lo que quieren?

Desertando de EEUU


En los ochenta y noventa, durante mi niñez, recuerdo que la palabra desertor tomó un cariz heroico. Desertaban los berlineses orientales que se atrevían a cruzar el muro, los supervivientes de Tiananmen o los atletas del Este que aprovechaban las competiciones internacionales para escurrir el bulto a Occidente. Hoy en día, tras tirar de sus peanas las estatuas de Lenin, los voceros globales aseguran que la libertad más absoluta campa a sus anchas en el mundo entero, salvo los cuatro borrones que suponen Cuba, Corea del Norte, Irán y Siria. Sin embargo, en las últimas semanas se está resquebrajando a marchas forzadas uno de los mitos fundacionales de la postguerra fría, el que encumbra a EEUU como paladín de las libertades ciudadanas y la democracia. En nombre de esas libertades "duraderas", el Pentágono entró a sangre y fuego en Afganistán e Irak comandado por George W. Bush y para quitar de en medio a los enemigos de esas libertades, Washington abrió un campo de concentración en el enclave cubano de Guantánamo, un lugar tan recóndito que ningún abogado ha sido capaz de entrar, ni tampoco llega la jurisdicción del Tribunal Penal de la Haya ni se aplican los derechos de los prisioneros de guerra que reconoce la Convención de Ginebra. 


Cuando a Bush hijo le reemplazó Barack Obama, los heraldos del stablishment cantaron las alabanzas de un hombre que encarnaba el cambio con tanta magnitud, que se exigió que le concedieran el Nobel de la Paz antes incluso de que tuviese tiempo de merecerlo. Por eso, una legislatura después, los aviones no tripulados continúan asesinando impunemente a civiles afganos y pakistaníes, los mercenarios de Blackwater siguen custodiando la zona verde de Bagdad y los marines continúan torturando inocentes en Guantánamo. Han leído bien, he escrito tortura e inocentes. Las prácticas interrogatorias que EEUU permite a sus soldados son de sobra conocidas, al igual que un dato crucial que desveló Amnistía Internacional: sólo tres de los 800 detenidos en el penal cubano han sido condenados, mientras el resto espera un juicio que nunca va a llegar. Pese a Guantánamo, pese a la pésima gestión del Katrina, pese a las matanzas esporádicas en institutos y centros comerciales, EEUU sigue vendiendo al mundo una imagen de limpieza y democracia que la investigación y las filtraciones se están encargando de destruir. Hace poco menos de un mes, hablábamos del espionaje del Departamento de Justicia a la agencia AP y la cadena CBS y de las pesquisas ilegales del FBI en el mail de un periodista de FOXNews. Más recientemente, la pasada semana, comenzó el juicio contra Bradley Manning, el soldado analista de inteligencia responsable de filtrar a Wikileaks un vídeo en el que se ve la frialdad con la que unos militares estadounidenses asesinan a unos civiles iraquíes, entre otros documentos clasificados


Sin embargo, el culmen del descrédito para Obama ha llegado este fin de semana, con la filtración del plan gubernamental para que el NSA y el FBI espíen y controlen las comunicaciones online. Edwars Snowden, un joven de 29 años que trabajó como consultor de los servicios secretos, desveló esta información a The Guardian y al Washington Post, dejando en evidencia que la inteligencia de Washington no tiene nada que envidiar a los métodos intrusivos de la Stasi. El propio Obama cavó aún más su tumba cuando salió a la palestra para criticar la filtración y asegurar que el espionaje online es legal, evidenciando así que él mismo lo había autorizado mediante una orden secreta. Bueno, no tan secreta desde el mismo momento en el que Obama la mencionó ante la prensa, incumpliendo a su vez las leyes de protección de secretos. A partir de ahí, el guión es ya conocido. El gobierno estadounidense denuncia ante la prensa que las filtraciones frenan la lucha contra el terrorismo, Snowden deserta a Hong Kong para evitar la extradición y el juicio sumarísimo como Manning o Julian Assange y la credibilidad de Obama se va por el retrete. Las críticas le llueven y no precisamente desde el rincón republicano o desde el frente exterior, sino desde su propia base electoral, el Chicago Tribune, el New York Times y el Washington Post. ¿Les acusarán también a ellos de traidores por difundir el escándalo o de racistas por criticar al primer presidente negro? Obama, al igual que sus predecesores, ama tanto a las libertades que las asfixia a fuerza de aplicarles el abrazo del oso. 


Quizás era de eso de lo que hablaba con el nuevo dictador chino, Xi Jinping. El régimen chino y su oligarquía teñida de vago maoísmo es el modelo por el que suspiran los ultraliberales de la escuela de Viena, los inversores de riesgo y los directivos de multinacionales. Si ese es el mundo al que aspiran, las filtraciones, más que justificadas, son auténticos actos de heroísmo necesarios para defender la libertad de expresión. Los pensadores del capital miran con nostalgia la cohesión social que conseguían los viejos régimenes estalinistas a fuerza de espionaje y tortura. Por eso sus ciudadanos denuncian los secretos inconfesables del estado. Y, por eso mismo, se ven obligados a desertar para evitar la misma prisión que sufren Leonard Peltier, Mumia Abu Jamal o Bradley Manning. Quizás, como en la URSS de los ochenta, los dirigentes no sospechan que esos desertores son la primera brecha que reducirá su imperio a cenizas.
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