Prensa libre en el país de las caenas

Ayer, las portadas de los diarios y las tertulias de radio y televisión continuaban rumiando los tiras y aflojas del PP respecto al posible retorno de un fantasmagórico Aznar. Alguna pincelada de economía, otro atentado terrorista y la última polémica entre centralismo y separatismo, poco más. Los periodistas parecen haber olvidado dos noticias que, a mi entender, nosotros como informadores deberíamos considerar cruciales para llevar a cabo nuestra misión social de servir de vehículo a la libre expresión e información del ciudadano. Me refiero a la detención de dos fotógrafos, Raúl Capín y Adolfo Luján, a los que la policía imputa unos más que discutibles cargos de atentado contra la autoridad. Tan peligrosos deben de ser nuestros compañeros de la prensa gráfica que la policía vio necesario ir a detenerles a la misma puerta de su casa, una crueldad innecesaria que nunca veremos con otros arrestados de más postín, como Díaz Ferrán o algún miembro casquivano de la familia real. Para adornar aún más esta operación, existen pruebas de que los agentes arrancaron a Capín su brazalete de prensa, mientras que a Adolfo Luján se le acusa del delito de calumnia contra los órganos públicos por publicar en las redes sociales algo que mucha gente a pie de calle podría corroborar: que la policía secreta se infiltra en las manifestaciones para "reventarlas", lanzando objetos a los antidisturbios para justificar cargas contra movilizaciones por lo general pacíficas.


Este último dato es espeluznante. ¿Es que acaso han vuelto a penalizarse los delitos de opinión? Para que exista tal delito de calumnia, la policía debería probar de manera irrefutable que Adolfo Luján les ha imputado un delito a sabiendas de que tal delito no se ha cometido. En primer lugar, el delito de reventar manifestaciones provocando violencia no está tipificado en el código penal. En segundo, es difícil que la policía pruebe que los hechos denunciados por Luján son mentira, teniendo en cuenta que la policía no es capaz de investigar cuál de sus agentes fue el que golpeó con ensañamiento al fotógrafo Daniel Nuevo y a una menor, ni cuál fue el mosso de esquadra que disparó a quemarropa una pelota de goma a Ester Quintana sacándole un ojo o quién fue el beltza que mató a Iñigo Cabacas. Todo lo que rodea la actuación policial está inmerso en una sospechosa nube de humo, en la que la crítica a la violencia innecesaria está penada con la cárcel. Da igual que sea un fenómeno que se repite con una gravedad alarmante, especialmente en lo tocante a los medios. Sólo instituciones internacionales, como Amnistía Internacional, pueden permitirse el lujo de poner el acento en la brutalidad estatal. De momento. Aunque también de momento ninguna de las 447 detenciones arbitrarias que se han realizado desde el 15 de mayo de 2011 ha acabado en condena, incluso Raúl Capín y Adolfo Luján, que ya están en la calle. De momento.

Más allá de la dureza del Estado con los manifestantes y los ataques descarados a las libertades fundamentales, lo realmente flagrante es la connivencia de ciertos medios y ciertos periodistas, dedicados a criminalizar la protesta y a sus participantes sin reparar en las consecuencias. Consecuencias para sus compañeros y para la prensa en su conjunto. El caso de ABC es el más flagrante. Ayer, después de varios días presionando a la policía para que detuviese a los fotógrafos, el diario monárquico se descolgó con un titular que viola cualquier código deontológico. ABC, en la pluma de Carlos Hidalgo, titula: Detenidos dos supuestos fotógrafos por agredir a la policía en protestas. En lugar de reflejar la presunción de inocencia del detenido, algo que toda la prensa aplica a cualquier sospechoso, incluso a los jóvenes que degollaron al soldado de Londres y que aparecían arma en ristre y cubiertos de sangre, los "compañeros" de ABC deciden aplicar la presunción a la profesión de los detenidos, introduciendo un juicio de valor que les retrata y evidencia intenciones turbias. Todo sospechoso es presunto autor de un crimen hasta que un juez lo decida. Cualquier periodista que usurpe ese poder mientras escribe una noticia se equivoca, entre otras cosas porque para eso están las columnas de opinión, los tertulianos y las barras de los bares.


Lo realmente grave no es que un medio colabore con la demolición de la libertad de expresión y manifestación, lo que me revuelve el estómago es el enorme silencio cómplice del resto de medios en todo lo que se refiere a temas que podrían molestar al poder. Si el periodismo se arruga ante el poder, ¿para qué servimos los periodistas? Algunos creen que apuntar para que otros actúen es legítimo en esta profesión, como criticaron en tiempos de Pepe Rei. Ahora se vuelven las tornas y los esbirros demuestran día a día que su precio es cada vez más barato. Y mientras tanto, cada vez somos menos libres y menos conscientes de ello.

Obama, el enemigo de la prensa libre

Últimamente, los lunes se están convirtiendo en una penuria para la imagen del actual inquilino de la Casa Blanca. El lunes pasado, su portavoz, Jay Carney, tuvo que tragar saliva varias veces mientras intentaba explicar a la prensa por qué el Departamento de Justicia espió las llamadas de la agencia Associated Press hace un año. Por supuesto, todo ese esfuerzo de depurar responsabilidades tenía por objetivo reiterar una y otra vez que el inmaculado Obama supo de las actividades del Departamento de Justicia precisamente por la prensa. Cuando las aguas parecían volver a su cauce, ayer Jay Carney volvió a sudar ante las preguntas de los corresponsales en la Casa Blanca. En primer lugar, porque ayer salió a la luz que el alcance de la operación de espionaje en AP era mucho mayor de lo publicado, incluyendo el pinchazo de los móviles de cinco periodistas y de los teléfonos fijos de otros tres y de varios faxes corporativos. De hecho, el director ejecutivo de AP, Gary Pruitt, aseguró el pasado domingo en la cadena CBS que el espionaje gubernamental está entorpeciendo el trabajo de su nada subversiva agencia de noticias, principalmente su contacto con fuentes anónimas que temen que sus datos sean revelados por acción o torpeza de los funcionarios de Justicia. 


En segundo lugar, porque ayer se publicó que el FBI accedió a los mails de un periodista de la aún menos sospechosa cadena Fox News en 2009. El periodista en cuestión en James Rosen, corresponsal jefe de la cadena en la Casa Blanca, que en aquel entonces investigaba al régimen norcoreano. El FBI sabía que Rosen contaba con una fuente en Washington que le desvelaba información del Departamento de Estado. Pese a que la identidad de las fuentes está protegida por el secreto profesional en la mayoría de los países civilizados, la agencia federal no detuvo su investigación sobre el "topo", sino que decidió tomar un enfoque distinto. Por ello, el FBI acusó a Rosen de cooperar con Corea del Norte para poder aplicarle la normativa antiterrorista y acceder semilegalmente a su correo electrónico. Una vez dentro, consiguió la identidad de la garganta profunda del departamento de estado, que será juzgado por ello en los próximos meses. Cuando Rosen protestó por la violación de su secreto profesional, fue acusado de cómplice criminal y el FBI presionó a Google para que le facilitase el acceso a su mail cuando fuese necesario. Demasiadas trabas para la libre prensa, perseguida criminalmente en un país que se enorgullece de defender la libertad ante todo. 


Nadie sabe hasta qué punto Barack Obama es el responsable directo de ambos casos de espionaje a la prensa, al igual que tampoco se sabe hasta qué punto está dispuesto a continuar permitiendo que medio centenar de seres humanos sigan pudriéndose en Guantánamo sin derecho a juicio o a eludir la tortura. Poco bagaje democrático para el que fue premio Nobel de la Paz menos de un mes después de ser elegido. Quizás el problema es que sí, se puede, pero no, no se quiere.
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