Belfast reinicia el proceso de autodestrucción



El otro día, un amigo que conoce el terreno me dio la voz de alarma. Belfast vuelve a estar en pie de guerra desde hace más de un mes y los medios españoles han obviado cualquier información al respecto o lo han tratado de manera distante, sin comprender porqué vuelve a haber barricadas en las calles, pintadas amenazantes y tiroteos esporádicos. Hace dos semanas, cinco parlamentarios recibieron en sus domicilios un sobre con una bala en su interior. Desde los sangrientos años sesenta, todo norirlandés, republicano o unionista, sabe perfectamente lo que implica una carta como esta, una última advertencia del que exige tu silencio o tu exilio a cambio de no enviarte otra bala por medios más expeditivos. La retirada de la bandera británica de la fachada del ayuntamiento de Belfast es el motivo de este flashback desde los años de plomo. 


El pasado 3 de diciembre, el Consejo de la Ciudad decidió por votación que la Union Jack dejase de ondear en el edificio salvo en días señalados, tras más de un siglo de presencia ininterrumpida, gracias a la mayoría de votos con la que cuentan los partidos proirlandeses sobre los probritánicos. Tal decisión ha provocado un estallido de violencia unionista, centrado en la policía autonómica y en los representantes del Sinn Fein y los aconfesionales del Alliance Party, que hasta el momento ha dejado más de sesenta policías heridos y cien detenidos en los disturbios, entre ellos un pequeño energúmeno de apenas once años. 


Hoy, por ejemplo, sí ondea la bandera británica en el consistorio local, debido al cumpleaños de Kate, la esposa del príncipe. Al igual que en la jornada de hoy, otras dieciseis fechas han sido consideradas dignas de ondear la Union Jack, todas ellas vinculadas a la monarquía británica, tal y como sucede en cualquier condado de Sussex o las Highlands. Hasta la votación del 3 de diciembre, el de Belfast era el único ayuntamiento de todo el Reino Unido en el que la bandera ondeaba todos los días del año, reflejando una mentalidad de conflicto, de ocupación frente a resistencia, más propia de los tiempos previos a los acuerdos de Viernes Santo que pusieron fin a la guerra entre el IRA y el ejército de la Reina. 


Si bien la sociedad civil ha avanzado y se ha cohesionado sin precedentes en los últimos quince años, la minoría probritánica no parece haber asumido la pérdida de su hegemonía. Como sucede con otros movimientos unionistas, los lealistas se sienten defraudados por la paz y agraviados por un nuevo statu quo en el que han perdido una supremacía que consideraban garantizada por la corona y por las armas. Su mayor grupo paramilitar, el Ulster Defence Association, también firmó un alto el fuego como el del IRA, que levantó una fuerte polémica y generó la escisión de grupos radicalizados. Son esos grupúsculos los que agitan ahora las protestas en las calles de Belfast, azuzados por la pérdida de la mayoría protestante al frente del ayuntamiento y por el fuerte incremento de la pobreza en la zona. 


En Belfast, más de ochenta muros y alambradas militarizadas separan a la población según su fidelidad a Londres o a Dublín. Pese a que los protestantes son mayoría demográfica y política en el norte de Irlanda, debido a más de doscientos años de oleadas de colonos ingleses y escoceses, a esta comunidad le invade la sensación de pérdida de terreno constante frente al "enemigo" ancestral. En las protestas de los últimos días, menores de diez y once años se codean en los disturbios con veteranos de la guerra sucia y de los Troubles. Su reclamación es sencilla y no dudan en apelar al victimismo y a la violencia para reforzarla. El extremismo de estos unionistas corre el riesgo de iniciar de nuevo la espiral de violencia, dando nueva munición a los aislados disidentes del IRA. 


Todo este caldo de cultivo culminará el sábado con una gran protesta, en principio pacífica, ante el consistorio de Belfast. Antes y después de esta protesta, ambos lados deberían centrarse en desarmar una bomba que sus representantes políticos se encargan de cebar día a día. Más allá del debate sobre la presencia de la bandera, el gobierno autonómico y ambas comunidades carecen de políticas e iniciativas que refuercen o incluso inicien la reconciliación. La creciente falta de oportunidades laborales, unida al desarraigo de la juventud y al deterioro de los barrios populares, son los auténticos problemas que afectan a la sociedad del norte de Irlanda. Llegará un momento en el que el conflicto madure de tal manera que permita reformular la presencia del Ulster dentro del Reino Unido o plantear la unidad de toda Irlanda bajo un único gobierno. 


Mientras tanto, el progreso se consigue con pies de plomo, como la retirada de la bandera, reinstaurando cierta normalidad que permita que los enemigos vivan juntos, aunque aprendiendo a no cruzarse y a evitar gestos autodestructivos, como las marchas orangistas en los barrios católicos de cada verano o los atentados de disidentes contra la policía. Hasta entonces, sólo queda esperar que las armas continúen su silencio otros quince años mientras la sociedad decide a dónde quiere avanzar sin violencia.

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