Las manos manchadas de tinta



A las seis en punto de la mañana, las señales horarias asesinan la madrugada y alumbramos la mañana desgranando la habitual letanía de malas noticias y peores presagios. Cuando se enciende la luz del directo y los micros se abren hacia las ondas, es complicado que no se te note en la voz el que tus jefes tengan cara de ERE, o que las pagas ya no lleguen tan religiosamente como acostumbraban o que el panorama fuera sea tan deprimente como el que ves en tu redacción cada jornada. Si a ello le sumamos seis horas previas preparando un contenido digno y veraz con la única recompensa del deber cumplido, el humor se aleja del heroismo para dejarte en el callejón de los agotados y los perplejos. 

Qué difícil es hacer una profesión con tantos enemigos, tan alejada de la productividad que exigen los mercados, tan compleja de monetizar y de la que es tremendamente sencillo caerse sin esperanza alguna de reenganchar otro empleo. Vivimos semanas, meses, años nefastos, con constante cierre de cabeceras y alarma de despidos masivos en El País, El Mundo, Onda Cero, la Ser y muchos más. Ya nos echarán de menos, me repito para consolarme, están matando al mensajero y nadie les podrá avisar cuando vuelva el lobo. Me equivoco, el lobo llega cada día y cada vez son menos los compañeros que pueden cubrir la noticia.

Atribúyanlo a la falta de anunciantes, a la pésima gestión de las directivas o a la nula conversión hacia un modelo que responda a las necesidades, gustos y hábitos de la sociedad actual. En la mayoría de medios, el periodismo del siglo XXI consiste en contenidos más centrados en el entretenimiento que en la información, en menos profesionales abarcando más trabajo, en becarios cada vez más adultos cubriendo puestos de redactor por la mitad de salario y en un número creciente de altos cargos sin oficio ni beneficio. Y, lo que es peor, en un enorme caudal humano de periodistas formados hasta la excelencia que malviven en el paro, el subempleo o la inevitable emigración. Calla la radio, para la imprenta, funde a negro la pantalla y se quedan sin trabajo las manos acostumbradas a mancharse de tinta.

La prensa, la radio y la televisión necesitan un examen exhaustivo, de conciencia, de cuentas y, por encima de todo, de principios. En un mundo en crisis, sometido a recortes y ataques especulativos, necesitamos más que nunca informar y estar bien informados. Los que tienen el poder desearían que sus paisanos no supiesen nada de las medidas impopulares que aprueban día tras día, que no trascendiese su derroche y su responsabilidad criminal en la precariedad ajena. Si muere el mensajero, los medios serán sólo las correas de transmisión de un sistema corrupto y desigual, meros repetidores de medias verdades corporativas y gubernamentales. No podemos abandonar el periodismo, ahora que está a nuestro alcance conocer todo lo que sucede, comunicarlo, dialogarlo y reaccionar casi al instante. Si la era de la comunicación silencia al informador, todos habremos fracasado y todos pagaremos por ello. Aunque nosotros primero, como siempre.

Dobles lecturas del domingo francés


Tras conocerse los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia, salta a la vista una doble lectura. En los titulares, se muestra la derrota de un Sarkozy menguante, consumido por su propio papel mediático y por los escasos resultados de su alianza con Angela Merkel en la lucha contra la crisis de la zona euro. No se apresuren a firmar la necrológica del presidente saliente. Esta derrota puede resultar engañosa de cara a la segunda ronda, en la que el presidente saliente debe verse las caras con el socialista François Hollande, un candidato impensable hace apenas un año. Debajo de los titulares, destaca el enorme respaldo recibido por la heredera de Le Pen, que consigue la cota más alta del Frente Nacional, superando incluso las cifras que marcó su padre hace una década para colarse en la segunda vuelta con Chirac. Algunos medios y analistas definen el voto hacia el partido xenófobo como una apuesta antisistema, radicalmente distinta del electorado gaullista de la UMP. 

Más allá del folklore, los resultados de estas elecciones arrojan una victoria de la derecha frente a la izquierda que rondaría los diez puntos. Este hecho, aunque no sitúe necesariamente a Sarkozy en posición de favorito para repetir la presidencia en el mano a mano con Hollande, puede influir de manera decisiva en los resultados de la segunda vuelta y también en los de las legislativas que tienen que celebrarse este año. Desde el inicio de la recesión, el factor crisis ha hecho reaccionar a los votantes europeos de maneras muy diversas, aunque siempre siguiendo el patrón de despojar del poder al gobierno para entregárselo a una oposición sin ideas nuevas para frenar el frenazo económico. Sucedió en Reino Unido, en Grecia, en Portugal, en el estado español y todo apunta a que puede suceder en Francia. Mientras, en la segunda línea de la política, la ultraderecha ha aprovechado un período de incertidumbre y desempleo para resurgir con fuerza, ofreciendo poco músculo ideológico y una vía de escape a la rabia de una clase media que ve peligrar su día a día. Hoy, en Francia, cosechan cifras de récord, como antes lo hicieron en Holanda, donde ayer mismo abandonaron la coalición de gobierno al negarse a aceptar las exigencias presupuestarias de la UE. Por eso, la capacidad de mimetizaje de los discursos de Sarkozy con el lenguaje intransigente y duro del Frente Nacional puede darle un nuevo mandato en la jefatura de Estado gala.

El ascenso de la derecha radical es alarmante, aunque entra dentro de lo predecible en este escenario. Lo realmente sorprendente son los magros resultados de la izquierda en un tiempo en el que la contestación y el desencanto parecían dar a entender un renacer reivindicativo. Hace sólo unas horas, los medios predecían que el candidato del Front de Gauche Jean-Luc Mélenchon sería la sorpresa de estos comicios. Había conseguido movilizar un electorado consistente para presentar una respuesta contundente de la izquierda ajena a la oposición blanda del PS y los sondeos parecían responder a sus proclamas anticapitalistas. Sin embargo, las estimaciones de primera hora le otorgan un escaso 10%, muy por debajo de sus aspiraciones pero superando con creces los anteriores resultados de la izquierda no socialdemócrata. Por cruda que se ponga la situación, por mucho que se apriete la soga de los recortes, los partidos que se oponen desde la izquierda a la senda marcada por Bruselas no logran aglutinar el descontento social. Líderes sin carisma como Merkel, Hollande o Cameron prosperan mientras los problemas se acumulan. Dirigentes sin el refrendo de las urnas como Mario Monti o Lukas Papademos recogen el testigo cuando sus políticas se demuestran inútiles. El camino hacia la precaridad parece dibujado de antemano y las urnas dan una y otra vez su consentimiento. 

Presas del desencanto, nos arrojamos en brazos del primer cambio que se nos ofrezca, siempre que ese cambio sea lo suficientemente sutil para no producir ningún resultado sustancial. Mientras tanto, las predicciones económicas siguen empeorando, el crecimiento se pospone otros tres años y las soluciones siguen sin aparecer. Y la izquierda, tampoco. En Francia, los dos candidatos que se disputarán la presidencia del país tienen programas casi calcados en los temas realmente importantes. No es nada singular, pasa en la mayoría de los países avanzados. No hay cambio posible, sencillamente porque las alternativas que se ofrecen no calan, no tienen la repercusión necesaria y no activan a un electorado dormido, atónito ante sus pantallas mientras la vida pasa y se encarece a un ritmo que no podemos permitirnos. El cambio, la necesidad de emprenderlo y el beneficio de alcanzarlo deben estar en primera plana, más allá de las tediosas campañas de imagen que sólo engordan el desencanto. Entre tanto, seguiremos viendo pasar los trenes mientras nos vacían los bolsillos.

Dimitris Christoulas



Esta pasada noche, Atenas ardió en rabia por la muerte de Dimitris Christoulas. Su historia, la de un jubilado que se pegó un tiro en la cabeza ante el Parlamento tras ser reducido a la miseria económica, es una triste muestra de hasta dónde puede llegar esa violencia silenciosa que el sstema nos aplica todos los días en aras de una recuperación quimérica, de la competitividad o del mero culto a la riqueza. A su riqueza, claro está. Lo explica el propio Christoulas en su nota de suicidio:


“El Gobierno de Tsolakoglou ha aniquilado toda posibilidad de supervivencia para mí, que se basaba en una pensión muy digna que yo había pagado por mi cuenta sin ninguna ayuda del Estado durante 35 años. Y dado que mi avanzada edad no me permite reaccionar de otra forma (aunque si un compatriota griego cogiera un kalashnikov, yo le apoyaría), no veo otra solución que poner fin a mi vida de esta forma digna para no tener que terminar hurgando en los contenedores de basura para poder subsistir. Creo que los jóvenes sin futuro cogerán algún días las armas y colgarán a los traidores de este país en la plaza Syntagma, como los italianos hicieron con Mussolini en 1945″




Antes de apretar el gatillo, gritó: "No quiero dejar deudas a mis hijos".



Su historia puede parecernos lejana, aunque las estadísticas demuestren lo contrario. Antes del inicio de la crisis, Grecia era el país europeo con menor tasa de suicidios, por debajo del 3%. En 2011, esta cifra se incrementó un 40% debido a los recortes draconianos que sufre la sociedad helena. En España, según el INE, diez personas se suicidan cada día, aunque, de momento, esta estadística no ha variado demasiado respecto a los tiempos de supuesta bonanza económica. Sin embargo, todos recordamos los más de cincuenta suicidios en France Telecom por el acoso laboral o, más recientemente, los casos del padre de familia catalán que se ahorcó en plena calle antes de ser desahuciado o el del trabajador valenciano que se quemó a lo bonzo tras ser despedido el pasado febrero.



Si miramos a nuestro alrededor, veremos como la desesperación y la carencia absoluta de oportunidades afectan cada vez a más gente. La violencia de un sistema que expolia sistemáticamente a sus trabajadores comienza a ser evidente, aunque los medios se empeñen en taparla, poniendo el acento en las algaradas callejeras provocadas por las políticas de austeridad y la desvergüenza de políticos, banqueros y demás saqueadores. El futuro dirá si nos atreveremos a colgarles en las plazas antes de terminar rebuscando nuestra dignidad en los cubos de basura. En las altas instancias del capitalismo seguirán hablando de recortes necesarios y de sacrificios en honor a los mercados, sin darse cuenta de que tienen sangre en las manos. Mientras, en la calle, cada vez hacen falta más policías para acallar a los que reclamamos el futuro que nos están robando. Ayer, en Atenas, murió un hombre digno que se negó a acatar una vida miserable. ¿Cuántos de nosotros podremos decir mañana que somos hombres libres?
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