Intolerantes


Vivir en Madrid durante la última semana ha supuesto un auténtico examen práctico de tolerancia. Y yo, al igual que muchos otros, lo he suspendido. La Jornada Mundial de la Juventud, ese macroevento católico dedicado a captar nuevas vocaciones y lavar la sórdida imagen de la Iglesia, ha tomado las calles, los parques, los andenes de metro y los titulares de los informativos. Imposible ir a trabajar, ver un telediario o pasearse por el centro sin cruzarse con docenas de jóvenes cantarines aspirantes a catequistas, ataviados con sus mochilas amarillas, sus gorros patrocinados y sus banderas nacionales. Reconozco que he hecho todo lo posible por evitar el contacto con ellos. No entiendo ese impulso idólatra que les lleva a rendir culto a una persona, como Italia hizo con Mussolini, la URSS con Stalin o China con Mao. Más allá del evento en si, con todos los problemas de limpieza, movilidad y seguridad que crea una Jornada que "milagrosamente" durará cinco días, lo más criticable no tiene que ver con las previsibles críticas de Ratzinger al laicismo y la sociedad moderna, sino con la parte que corresponde al estado español, sus dirigentes y los grandes empresarios.

Por una parte, la financiación de esta exaltación papista ha levantado críticas de amplios sectores de la sociedad, que ve como los grandes bancos que niegan créditos o las empresas que acortan sus plantillas otorgan fondos a la iglesia para patrocinar las jornadas y, además, desgravar casi todo el dinero aportado. Las distintas administraciones, que ya aportan al clero cerca de 10.000 millones de euros, han ofrecido "desinteresadamente" pases libres para los transportes públicos, alojamiento gratuíto en colegios públicos y tickets de comida. De este modo, los peregrinos apenas han dejado dinero en los comercios locales que deberían haberse beneficiado de este plus extra de turistas en pleno agosto. Los viajeros ajenos a la visita papal, como muchos habitantes de la ciudad, han huído de la capital para evitar la riada de fervor.

Sin embargo, todo esto quedaría en un segundo plano de no ser por la violencia policial injustificada contra los ciudadanos ajenos a la visita del papa católico. Los mandos del Ministerio del Interior, la Delegación de Gobierno y el ayuntamiento lanzaron a los perros de presa contra manifestantes laicos que protestaban de manera pacífica contra la financiación de la JMJ. Sucedió el miércoles, cuando los antidisturbios cargaron sin provocación previa contra una manifestación autorizada, después de permitir horas antes que grupos de fanáticos religiosos generaran tensión, interponiéndose en el recorrido de la protesta pactado previamente con el Gobierno. Volvió a suceder el jueves, cuando la policía acordonó a los manifestantes que se concentraron en la Puerta del Sol contra la actuación violenta de esos mismos agentes apenas unas horas antes. Horas después, tras quedarse con sus caras, empujaron hacia la calle Carretas y les golpearon con saña para hacerles huir. A los que escapaban, les esperaban partidas de antidisturbios para apalizarles aleatoriamente, como sucedió a una menor de edad y al fotógrafo que inmortalizaba la brutal agresión.

Todos hemos visto esas imágenes, en las que esos agentes sin placa a la vista se ensañan con personas indefensas. Seis compañeros de la prensa han sido agredidos por la policía y muy pocos medios españoles lo han denunciado. Detrás de esa inexplicable barbarie fascistoide, los responsables políticos han respaldado cada una de las agresiones, cada uno de los porrazos contra ciudadanos como yo, que nos volvemos incómodos al salir a la calle a protestar por el boato papal pagado con nuestros impuestos. Autodenominados socialistas han defendido el segundo mayor despliegue policial de la historia de la democracia, mientras que la oposición conservadora se ha limitado a criticarles por ser excesivamente blandos en la imposición del estado policial en la capital de un país que se dice democrático y aconfesional. Avanzamos hacia atrás. Mientras los antidisturbios cargaban, el juez Andreu dejó en libertad a José Antonio Pérez Bautista, un joven mexicano becado en el CSIC que juró lanzar gas sarín contra ateos y maricones. Nadie investigó sus conexiones con la JMJ en la que participaba como voluntario este estúpido émulo de Breivik que buscó secuaces para su cruzada fundamentalista por Internet.

En cualquier caso, estos pocos días han servido para demostrarme una vez más que no somos pocos los que estamos hartos del orden establecido. Una vez más, mis previsiones se quedaron cortas para medir a la marea humana que se concentró contra el Papa en Tirso de Molina, Jacinto Benavente y Sol. En las calles, en cada vagón de metro, reconfortaba reconocer en las miradas de los demás el mismo sentimiento ante la marea católica y sus perros de presa. Somos muchos los que esta semana hemos descubierto que somos intolerantes. Intransigentes con el dogma y la violencia con la que se aplica, con los excesos de policías y antidisturbios y con los jefes políticos que dieron las órdenes. La iglesia sigue teniendo mucho poder sobre el estado y nos preguntamos por qué. Y por eso, nos reciben con porras.


Aterrizaje forzoso

Medio retornado de la vacaciones, miro a mi alrededor y veo que el caos se ha convertido en la canción del verano. Arden los barrios de Londres, Manchester y Liverpool como sucedió años atrás en la banlieue de París. Entonces, como ahora hace el premier David Cameron, el presidente Sarkozy se limitó a acusar a la chusma de los saqueos, sin resolver las causas que llevan a miles de jóvenes al saqueo de tiendas y centros comerciales. Y, precisamente por eso, estos estallidos de rabia están condenados a repetirse. La exclusión social, la carencia de oportunidades y una educación precaria ofrecen pocas perspectivas de solución para cientos de personas expulsadas del bienestar europeo. Y a esto hay que sumarle los desmanes de la crisis, los recortes draconianos y la impunidad de los culpables del caos económico en el que vivimos. Nada justifica el robo y la violencia callejera, aunque puede argumentarse que los jóvenes ingleses sólo siguen el edificante ejemplo de políticos, inversores y demás ralea.
El euro está bajo el ataque constante de especuladores extranjeros y por eso las bolsas caen cuando Bruselas da pasos para resolver sus problemas financieros. Mientras, suben los transportes públicos, las facturas y los sueldos de los cargos públicos recién elegidos. Hoy hemos sabido que la energética alemana E.on, dedicada a los reactores nucleares, estudia despedir al 13% de su plantilla, unos 11.000 trabajadores de catorce países, entre ellos España. El bienestar y la normalidad parecen estar en peligro de extinción. De vuelta de un paréntesis necesario, la realidad presenta turbulencias constantes que fuerzan un aterrizaje forzoso. Aunque sólo sea por llevar la contraria, me niego a dejarme arrastrar por el desánimo general que se nos ofrece a diario. Aunque sólo sea por llevar la contraria, hay que seguir exigiendo la vuelta a una normalidad necesaria de la que nadie se vea excluído. ¿Y qué es lo normal? ¿Una vivienda asequible, un salario justo, servicios públicos y un gobierno sin corrupción? Lo que se exige es tan lógico, que nadie puede negar el derecho a reclamarlo. Por eso se esfuerzan en mantenernos agobiados. Que tengan un feliz aterrizaje.
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