El futuro está aquí, a ratos


Últimamente me ronda por la cabeza la idea de que vivimos en el futuro, sólo que rara vez nos damos cuenta. Esta mañana, me he cruzado con un amigo que me dijo, sin darle mayor importancia al asunto, que se iba al centro a comprarse un robot. Así, como suena. Un robot, como quien dice un kilo de patatas. Uno siempre escucha hablar al final de los telediarios de prototipos de maquinejas humanoides de última generación que se presentan en extrañas ferias tecnológicas del lejano oriente. Pero, al final, te das cuenta de que este futuro que vivimos no se parece en nada al que nos enseñaron en las viejas películas. Nada de cohetes propulsores, ni el fin del hambre en el mundo, ni siquiera alguna historia creíble de marcianos que no apeste a credulidad y alcohol barato. En 2011 somos poco más que neandertales armados con kalashnikovs. Sin embargo, vivimos una época, la del paso del hombre que fabrica cosas al del esclavo de la maquinaria, en la que, de pronto, uno se plantea si no sería mejor ceder el paso a la inteligencia artificial y extinguirnos en una vorágine de caos primitivo y genuíno que haga honor a nuestra historia. O todo lo contrario. Creo que debería irme ya a dormir para que se me pase este puntazo de ludismo.


Recuperando las causas


Cuando era niño, en los aburguesados años 90, la "gente de bien" criticaba que los jóvenes que protestaban en las manifestaciones no eran más que niños mimados que buscaban entretener su aburrimiento existencial con unas pequeñas vacaciones revolucionarias. ¿Tenían razón? Puede, aunque sólo en parte. Hoy en día, las cosas han cambiado. A peor, evidentemente. Los jóvenes no pueden costearse la educación, la educación no garantiza el puesto de trabajo y el sueldo del trabajador no da más que para malvivir. Mi generación es la primera que no aspira a vivir mejor que las anteriores, sino a subsistir. Los jóvenes engrosan el paro, el subempleo o la emigración, mientras el resto ve peligrar su futuro a corto plazo. Y todavía hay quien exige que trabajemos más horas por menos dinero, como el líder de la oposición conservadora o el anterior patrón de los empresarios. Al mismo tiempo, hemos visto como los beneficios de las empresas han aumentado más de un 40% en los últimos diez años, sin frenar su ritmo ni siquiera en lo más arduo de la crisis. El Estado Español sufre una recesión histórica, mientras sus cinco mayores bancos se han embolsado cerca de 15.000 millones de euros y Telefónica haya conseguido el mayor beneficio anual de una compañía española, casi 11.000 millones. Todo esto pasó en 2010, el mismo año en el que nos dijeron que la banca y el estado coqueteaban con la quiebra e hicieron ley del recorte de los derechos laborales y la privatización de las cajas. Algo no encaja y es necesario gritarlo por las calles.


El pasado domingo estuve en una manifestación contra la reforma laboral, los ajustes antisociales y la política de mercado del gobierno. Domingo por la mañana y un clima excepcional me hicieron presuponer que seríamos cuatro gatos. Y me equivoqué. Cerca de veinte mil personas nos unimos en una marcha por las callejuelas de La Latina, poniendo en duda el viejo prejuicio de que ya no hay movilización por difíciles que se nos pongan las cosas. Recuerdo un mensaje que aún me ronda la cabeza: "Violencia es cobrar 600 euros". La prensa, una vez más, prefirió hacer la vista gorda. Mientras medios internacionales como Clarin o Prensa Latina, entre otros, dieron cobertura a la noticia a través de sus corresponsales, los "nacionales" evitaron mayoritariamente difundirla. No debería sorprendernos, sabiendo quién dirige la prensa, cómo se gestionan los contenidos y a los trabajadores y qué noticias le interesa difundir. Algo está sucediendo y es necesario gritarlo por las calles.


Lo decía el viernes pasado Fernando Vallespín en El País. El sistema ha faltado a sus promesas, la precariedad crece y la sociedad, concretamente los jóvenes, tiene cada vez más motivos para protestar. Hemos vuelto, lo queramos o no, a un tiempo en el que es necesario luchar contra una sistema que se construye contra nosotros, a nuestro pesar y a nuestras expensas. La injusticia social ha vuelto a los palacios de gobierno, si es que alguna vez se alejó de ellos. Pero el mensaje que se escucha es que no se puede hacer nada para cambiarlo. Es momento de activarse, de removilizarse. Sufrimos un gobierno sin más ideología que las que otorgan los mercados y pronto vendrá otro que promete ir más allá en la misma dirección. Expolian el bien común con oscuros manejos, que incluyen privatizar servicios públicos rentables que generan riqueza para convertirlos en corporaciones que les beneficien. González, Aznar, Piqué o Matutes lo hicieron y ahora forman parte de la directiva de esas mismas empresas. Hay que responder, demostrar la existencia de una oposición real y exponer sus argumentos. Si no escuchan los medios de comunicación, inventaremos otros. Hay que romper el círculo vicioso que llena sus bolsillos mientras nos volvemos más viejos, más inmóviles y más cínicos. Si nos quedamos quietos mientras sucede, ¿qué derecho tenemos a quejarnos? Algo empieza a moverse y es necesario gritarlo por las calles.

La vergüenza de ser occidental


Repasando nuestros libros de historia, la civilización occidental, la de Pericles, Séneca, da Vinci o Robespierre, ocupa un papel protagonista. Sin embargo, en los últimos tiempos, hechos cruciales no dejan de suceder al margen de EEUU y Europa. Mientras nuestros líderes debaten sin descanso, el mundo se ha puesto en pie para iniciar un cambio en el que no participamos. Como los bizantinos horas antes de la invasión otomana, nos entretenemos en nuestras pequeñas miserias y nuestras rivalidades de salón hasta que el curso de los eventos termine por expulsarnos a un plano marginal de la historia.

Pongamos un ejemplo, las revueltas árabes. Sin el patrocinio del llamado mundo libre, los ciudadanos de las tiranías de África y Medio Oriente se han embarcado en una oleada revolucionaria que podría reeditar la vieja gloria de 1789 y llevarla a dónde nosotros no pudimos o no quisimos exportarla. Los autócratas que hemos financiado durante décadas caen como fichas de dominó, incapaces de mantenerse un segundo más sobre la sangre y los dólares. Ante nuestra estupefacción, esos árabes que creíamos asilvestrados y sólo hábiles para ser gobernados con dureza y violencia están consiguiendo cambiar el mundo. Como en el sobrevalorado mayo del 68, pero en serio. La dignidad comienza a alzarse donde nadie la esperaba y los dirigentes de un lado y otro del Atlántico Norte apenas han sabido balbucear una respuesta.

Nuestra autocomplacencia no conoce límites. Más allá de los bellos discursos y la retórica ombligocéntrica, Occidente deja morir cada día a miles de personas sin que pase apenas nada. Nuestra incompetencia está matando a Haití, a Afganistán, a Somalia y a tantos otros. Es lógico que el resto del mundo nos odie. No sólo por nuestros vientres abultados por la codicia o por las guerras contra el terrorismo en las que todas las víctimas son civiles. Nos odian porque nuestra indiferencia coloca y financia a sus dictadores y les ayuda a perseverar sobre las espaldas de sus compatriotas. Pasa cada día y, siendo honestos, nos la suda.

Antes de que pase de largo el tren de la historia, tenemos diariamente ocasiones de redimirnos. Libia es una de ellas. En estos momentos, la revuelta contra el tirano terrorista Muammar al Gaddafi está a punto de ser derrotada por nuestra inacción. Los líderes occidentales parecen regodearse en sus discursiones interminables sobre cómo ayudar a los libios a liberarse, sin darse cuenta de que libios libres mueren cada día por culpa de nuestros intereses. No nos engañemos, Gaddafi es de los nuestros y por eso este teatrillo de condenar su dictadura sin combatirla nunca llegará a nada concreto. Pese a haber volado un avión lleno de occidentales sobre el cielo de Escocia no hace tantos años, Gaddafi ha sido rehabilitado y su petróleo y su dinero fluye a los bolsillos de Europa y Norteamérica. Por eso, la Unión Europea tiembla ante sus amenazas de cerrar el grifo del combustible y llenar el continente de "negros". Los que sí se han puesto manos a la obra son las demás dictaduras, como Siria y Argelia, que están decididas a poner armas y mercenarios en manos del tirano para ser luego recompensadas ampliamente.

Ahí está el error de Occidente: en lugar de ayudar a Gaddafi o a sus rivales, no están haciendo nada. No se ayuda directamente a los insurgentes de Bengasi para no enfadar del todo al dictador, pese a sacrificar esos principios de libertad, igualdad y fraternidad en los que tanto nos gusta envolvernos. No se ayuda a Gaddafi porque ahora no queda bien en cámara, aunque, con su silencio cómplice, Occidente nunca ha dejado de ser un aliado de hecho. Si tomasemos partido por fin, sea por el bando que sea, al menos podríamos aspirar a algo. A petroleo barato, a un régimen que nos deba su supervivencia o a la paz mental de dejar de ver morir personas al norte de África por culpa de nuestras armas. Sin embargo, como buena civilización en decadencia, preferimos esperar a ver a dónde llegaremos demasiado tarde. Nuestro silencio es cómplice y favorece sólo al mal. Es por eso que hoy, muchos occidentales caminamos con la cabeza gacha, cavilando lo poco que hemos tardado en convertirnos en el tercer mundo de la dignidad humana.
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