Barcelona


Justo antes de que amaneciera, se dejó caer sobre una silla metálica y jugó a abanear sus pies por fuera de la azotea. Sus demonios le acompañaban, bailando a su alrededor y acercándose por turno a susurrarle ideas delirantes al oído. Con los ojos entornados, intentaba ver más allá de las luces de la ciudad. Todavía era noche cerrada y sólo podía escucharse a si mismo, dejándose mecer por el runrún de su propia inercia. Hipnotizado por la mirada de la serpiente, intentó ponerse en pie. No pudo, lo que tampoco le sorprendió demasiado. No siempre necesitamos grandes gestos o verdades absolutas a las que agarrarnos tras un naufragio. Es más fácil flotar, en ese momento empezó a comprenderlo. Alcanzar la superficie, recuperar el aliento, serenarse, adaptarse y seguir avanzando, sin más estridencias ni esfuerzos en vano. Ya no podía ordenar sus ideas, no había mejor o peor, ahora o más tarde. Sólo exceso, como uno de esos torrentes repentinos que se llevan por delante ciénagas y presas. Decidió paladearlo, sentado frente a la urbe desconocida. Disfrutar del caos, de uno cocinado en los propios fogones para servirlo en la rigurosa etiqueta de la madrugada. Abrió los ojos, miró al frente y se dejó abrazar por el sol naciente. Algo se había roto para siempre, pero fue alivio y no el esperado desgarro lo que le recorrió el cuerpo. Reestablecido el flujo natural de los acontecimientos, al fin pudo dormir.

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