Rainy blues

Madrugada, dormitorio, cama revuelta. Paradójico paisaje insomne donde no se madruga ni se duerme ni hay nadie más que desordene las sábanas. No hay más que humo, ojeras y una palabra naciendo en el fondo de mi garganta, alumbrándose con dolor de mis entrañas. The blues.
La culpa no es de Robert Johnson ni de Elmore James. Tampoco voy a repetir mis clichés depresivos mientras esbozo este paisaje demasiado cotidiano. Podría cartografiarlo centímetro a centímetro, contar mis conversaciones con la pintura del techo, describir cómo me come el vacío por dentro mientras el amanecer desvirga otra vez las persianas. Pero esta no es como una de esas postales que dicen "estoy en tal sitio, todo es precioso, me quedaré una temporada". Esta dice "he tocado fondo y volveré en cuanto sepa cómo salir de aquí".


Fue esta tarde, rumiando la pereza y el caos apalancado en el sofá, mirando llover como las vacas ven pasar los trenes. A la deriva, tanto que oprime el pecho y el aire escasea. Un segundo antes de que se me cayera la casa encima, ya estaba chapoteando en los charcos de la acera, deambulando por las calles de un Madrid inédito, casi virgen. La gran ciudad lo sabe todo menos enfrentarse a la lluvia. Cualquier leve orballo rompe el devenir bovino de las riadas humanas, la rutina plastificada de una multitud solitaria se desvanece introduciendo una dosis de caos y de humanidad que inunda las calles. Puede que sólo sea por que desde siempre jugué a buscar significados arcanos en los cielos grises, tanto da. La ciudad inhóspita se sacude las gotas de lluvia bajo los soportales y es entonces cuando se muestra sin su habitual desidia, calada y sonrojada como sólo pueden calarse y sonrojarse las muchachas bonitas bajo el aguacero.
Lo sé. No tiene mucho sentido empezar hablando de colores del ánimo y luego perderse divagando sobre fenómenos atmósféricos, pero para mí significa algo. Me he cansado de los caminos cuesta abajo, de vagabundear para poder huir de mí mismo y volver a encontrarme invariablemente en este lecho sin salida de emergencia. Ya basta. Hay que mojarse para encontrar a la muchacha bonita en la tormenta. Es hora de levantarse y comenzar a encajar los golpes.

Dentro

Siéntelo. Imparable. Voraz. Denso, irradiando desde la boca del estómago hacia todas partes. Te entumece, te devora, te hace gritar, te impide pensar en cualquier otra cosa, enfocar cualquier otro pensamiento que no sea justo el que llevas días intentando evitar. Sin éxito, para no variar.
No tiene explicación. Sólo sabes que puedes sentirlo, probar su sabor metálico, escuchar su rítmica salmodia de desgracias desgranarse en el interior de tu cabeza con la constancia y la cadencia de un martillo pilón.
¿Será algo que le sucede a todos los demás? Lo peor es estar solo, sabiendo que no lo comprenden, que es una pelea en la que nadie te acompaña. Y que eres tú lo que te desafía, que eres tú el enemigo. Tu propio enemigo, tan íntimo que no se le puede esconder nada. Sólo hay un problema y es que no está en tí la solución. Está -si no, no sería un problema- demasiado lejos.
Sabes que puedes huir, dejándote transportar a algún remanso efímero de humo y risas. Sabes que puedes ponerle fin, pero hay algo muy dentro de tí que sabe que no merece la pena. Le harás caso, esperarás tu turno con mal disimulada impaciencia y cuando te quieras dar cuenta volverás a estar contando los minutos que faltan para la próxima vez. ¿Compensa? ¿Merece la pena llegar a no desearlo? Algo muy dentro me dice que sí, mientras la luna calla y los perros muerden la boca de mi estómago. Va a ser una noche larga.
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